Este
enunciado trata la isomorfia entre el pensamiento de Sócrates y el de Séneca.
Pero antes de enumerar las similitudes de uno y otro, creo que es importante
acercarse a ellos primero por separado y buscar el diálogo individual.
¿Por qué es importante para los
hombres de hoy acercarse a Sócrates?
Una
de las razones podría ser el interés por su vida, que tan discutida ha sido y
que armonizó perfectamente con sus doctrinas y enseñanzas, siempre en busca de
la verdad. Sobre todo si pensamos en la época que le tocó vivir, dónde estaba
en peligro la perdida de toda moralidad a causa del poder y del éxito. Lo que,
innegablemente, tiene cierto parecido con nuestra época respecto a la pérdida
de los valores morales.
Se
puede decir que la época de Sócrates fue en cierto modo una época de la
Ilustración siempre que se entienda por Ilustración un deseo consciente, que se
apodera de los espíritus más sobresalientes de una época, de liberar a los
hombres de las opiniones y usos heredados de sus mayores y situarse con plena
independencia frente a la tradición. Lo que tuvo una gran importancia en el
desarrollo posterior de la filosofía.
Fueron
los sofista unos de los primeros causantes de este giro. Estos pretendían
enseñar la areté, en particular la areté política, Querían enseñar cómo hacer
para lograr éxito y poder. El desarrollo de este individualismo sin límites por
parte de los sofistas, donde parece, entre otras muchas cosas, la atrevida
afirmación de que toda moralidad y todo derecho se basan en convencionalismos.
Sin
embargo, precisamente esta revolución del espíritu, que lo ponía todo en duda,
que atentaba contra lo más recóndito y característico de la nación griega, es
lo que provoco la obra de Sócrates, cuyo pensamiento surgió de una profunda
reacción contra la concepción del mundo de los sofistas.
Su
entrada en escena significa una de las revoluciones más ricas en consecuencia
de la historia de la filosofía.
Sócrates
es el primero en establecer los conceptos igualmente verdaderos para todos los
hombres y llega a convertirse en el fundador de la ciencia de lo general, de la
lógica. De esta manera encuentra en los conceptos una norma general del
pensamiento humano, que, fuera de la arbitrariedad del sujeto individual, está
situada por encima de él y, sin embargo, está viva en el mismo. Pero estos
conceptos, como, por ejemplo, el de la justicia, son algo que hay que
encontrar, pues Sócrates no cree ya poseer la verdad, sino que se encuentra
continuamente en persecución de ella, y cuando realmente ha encontrado una
parte de verdad, brota de ésta otros nuevos enigmas.
Él
vive en la firme convicción de que tiene que haber una verdad absoluta, capaz
de ser captada por el hombre. Para Sócrates la areté es la virtud que
identifica con el conocimiento. Por eso Sócrates es el ejemplo típico del
buscador de la verdad, el primer filósofo en el verdadero sentido de la
palabra, que está convencido de la existencia y de la cognoscibilidad de estas
verdades.
De
aquí surge la forma del diálogo que Sócrates, incansable interrogador, sabe
conducir con extraordinaria maestría representando el papel del ignorante que
únicamente sabe que no sabe nada,
pero que al mismo tiempo está firmemente convencido de la fuerza probatoria de
los fundamentos racionales al buscar la verdad y de las exigencias que brotan
de ellos en el pensar y en el obrar del hombre. Es decir, en Sócrates existe
una isomorfia entre el conocer y la forma en la que el hombre vive su vida.
Para
él el conocimiento no consiste en una teoría contemplativa, alejada de la vida
del hombre, alejada de su vida social e individual, sino que de lo que el
hombre sabe depende todo lo que el hombre hace. Es el saber lo que le mueve al
hombre. Es lo que denominamos como optimismo antropológico.
Pero
este inaudito arte de la dialéctica que Sócrates practicó por primera vez, no
es sólo un ingenioso juego de pensamientos y palabras, sino que tiene un único
contenido, una meta a la que conducen todos los senderos de la dialéctica. Esta
meta es la moralidad. Moralidad que para él es sinónimo de saber.
A
esta ley moral tiene el hombre que obedecer, tiene que seguir al Logos, en
todas las ocasiones de la vida y sin temor a equivocarse. Aquí se manifiesta
claramente el carácter intelectual de la ética socrática que posteriormente
será denominado por Hegel como Intelectualismo Moral.
El
que lucha siempre por seguir a este Logos, practica la virtud (el
conocimiento). Porque ésta, la tan famosa areté, descansa en última instancia
sobre el saber, es decir, sobre la recta inteligencia, de la misma manera que a
la inversa toda maldad proviene de la ignorancia, a consecuencia de lo cual el
hombre valora falsamente las cosas.
Sócrates
va aún más allá. Dado que la virtud descansa en un saber, no cabe duda para él
que tiene que ser también posible enseñarla. Por supuesto que este “poder
enseñarse” se ha de entender en el sentido de someterse por su propio esfuerzo
intelectual a la ley de la razón, a la lógica, que existe en él lo mismo que en
los demás seres racionales, y hace suyos los presupuestos y las conclusiones de
su “maestro”, de ahí el empleo de la mayéutica en los diálogos de
Sócrates con sus conciudadanos.
Pero,
¿cómo resuelve Sócrates el problema de qué es lo bueno, qué es aquello que es
verdaderamente útil al hombre? Sócrates se deshace de todos los viejos valores,
que para él no valen nada comparados con el alma del hombre. Por eso el cuidado
por la salvación del alma sobrepasa infinitamente a todos los otros valores. En
este Punto fundamental toda la vida del hombre se hace una tarea moral, una
tarea por el saber, un trabajo continuo en el que el propio yo tiene que
perseguir continuamente al verdadero bien que es el saber. Puesto que al hombre
únicamente le puede dañar la ausencia o la pérdida del saber, que es la base de
toda virtud (conocimiento).
La
concepción de la vida de Sócrates trae, al mismo tiempo, una poderosa
interiorización del hombre griego y con ello del hombre europeo en general.
Quien como Sócrates reconoció el valor incomparable del ahora humano y la
futilidad de los bienes externos, haciendo un verdadero trastrueque en todo el
orden de valores, traslada las tareas más elevadas del hombre, y con ello su
felicidad, a su propio espíritu.
Con
este optimismo antropológico y el Intelectualismo moral comienza una nueva fase
en la historia del hombre. Pero este descubrimiento fue sólo posible en virtud
del convencimiento fundamental de Sócrates, según el cual tiene que darse una
verdad objetiva y existe además un bien y un mal, absoluto.
Sócrates
separó la Ética de la Religión, haciéndola autónoma y uniéndola con
el Logos, con la razón, patrimonio de todos los hombres y ley inquebrantable.
Respecto
a la religión, Sócrates había superado el politeísmo antropomórfico al rechazar
los mitos antropomórficos de las épocas primitivas. Sin embargo, no se atreve a
atacar a las más sublimes figuras de la religión griega, por muy inclinado que
aparezca hacia una concepción monoteísta. En lo más profundo de sí mismo está
convencido de que tanto en el suceder universal como en el destino humano,
impera una razón suprema de la que la nuestra es una copia. De ahí su firme
creencia en un orden divino que aquí aparece como un convencimiento profundo de
que todo el devenir y el suceder del mundo tiene, en última instancia, un
sentido lógico.
Su
íntima confianza en la sabiduría divina y la resignación ante el destino que la
divinidad envía al hombre es un rasgo esencial para formarse una idea del
porqué se puede creer que Sócrates entendió su actividad moral y su función
educativa ente sus conciudadanos como una vocación que le había sido otorgada
por los dioses. Él no sólo se dirige solamente como lógico a la razón de los
demás, sino como estimulador de la moralidad (del saber), es decir, como un
sacerdote lleno de piedad sublime en lo más profundo de su intimidad.
Cabe
por último preguntarnos ¿cómo concibe Sócrates las relaciones entre individuo y
Estado?
Para
él el Estado es la más grande y sublime comunidad humana, al que se encuentra
en una profunda, íntima y personal relación y se siente atado a él por los más
sagrados lazos y, por consiguiente, obligado a él. Todas las otras relaciones
terrenas son inferiores, por lo que hay que obedecer a las leyes del Estado
mucho más que a cualquier otro mandato. Tal manera de pensar la expresa
Sócrates al enfrentarse con la injusta condena y al rechazar con inflexible
firmeza la posibilidad de la huída.
Sócrates
vivió con su optimismo antropológico e intelectualismo moral que enseñaba y que
mostró hasta la muerte.
Muerte
que ha sido muy discutida, pero que consideró que sería otro tema digno de
tratar en un enunciado aparte.
¿Por qué se aproximan los hombres de
hoy a Séneca?
Una
de las razones podría ser el interés por sus antepasados para buscar en ellos
respuestas a los interrogantes del hombre de hoy. Especialmente si uno esta
convencido de que la recepción de nuestra tradición y en especial la
apropiación de la herencia del clasicismo greco-latino, que implica más que el
mero conocimiento erudito de una historia pasada, dado que aquella tradición
entra a formar parte de la propia conciencia de nuestro presente.
Bien
es cierto que los tiempos de Séneca fue una época de transición y de crisis de
valores, tiempo de inseguridades, de contradicciones y de arbitrariedades. No
podemos negar que entre aquel y nuestro hoy existen afinidades y parentescos.
Pues también esta época en la que vivimos es tiempo de transición en el que
abundan los asosiegos y la pérdida de sustancia moral.
Este
es precisamente el talante peculiar de los periodos de transición, cuando el
mundo de los valores sobre el que se venía funcionando tiende a desaparecer y
el que ha de sustituirlo no presta aún ninguna solidez. Es evidente que tal es
la condición de nuestra época, semejante en ello a la de Séneca, en la que los
valores sobre los que se cimentó el clasicismo greco-latino se encontraban en
quiebra y los de la cultura que los desbancó, el cristianismo, aún estaban por
llegar.
Por
lo tanto, la época de Séneca fue tiempo de transición como el nuestro, en el
que los hombres de transición más representativos de entonces eran poseedores
de la degradación progresiva del Imperio y de la desaparición de los grandes
ideales éticos y políticos de la vieja Roma.
De
ahí el recurrir de los mejores en pro de un rearme moral de aquella sociedad
decadente, en la que Séneca actúa como una caja de resonancia de preocupaciones
y desvelos. Él vivió, como pocos, el inevitable conflicto entre ideales
humanistas y pragmatismo político, experimentó las angustias de una existencia
destintada a la muerte. Se acercó a la experiencia religiosa como alternativa
salvadora posible y se evadió de la falta moral que le rodeaba, refugiándose en
la soledad del ensimismamiento. Por todo esto, Séneca se convirtió en nuestro
contemporáneo.
Séneca
diseñó los rasgos de su ideal humanista: racionalidad, virtud, honestidad,
clemencia, serenidad, laboriosidad y un largo etcétera en esta dirección.
También es cierto que la tensión entre lo que es y lo que debe ser disocia
también su personalidad. Oscila entre los hechos y los ideales, victima de la
propia ambigüedad. Aunque siempre consciente de que Roma precisa de una cultura
moral. Es por lo que lanza su oferta de proyecto moral. A pesar de ello, Séneca
se ve rodeado por la tentación del poder y la corrupción del dinero con toda su
fuerza seductora. Ante la fortuna voluble e ingrata no resta otra salida que la
huida hacia la propia interioridad. Cuando la arbitrariedad de la fortuna
oscila sobre la existencia personal, el ensimismamiento se ofrece como solución
posible a quienes buscan libertad. Dicho de otra forma; si la sociedad carece
de valores éticos solamente queda el individuo en solitario como posible
refugio de los mismos.
Ésta
es precisamente la situación en la que Séneca, estoico al fin y al cabo,
descubre la autonomía del hombre como tesoro exclusivo de la libertad. El
ingreso en el “sí mismo” le permite descubrir socráticamente que las
convicciones personales, como exigencia de conducta, reclama prioridad sobre
las convenciones sociales.
Es
precisamente esa búsqueda de sí mismo la que conduce a Séneca al encuentro con
la filosofía. De haber existido una filosofía latina hubiese sido Séneca, sin
duda alguna, su representante más legítimo. Pues precisamente en una sociedad a
la deriva, la filosofía competía en la Roma Imperial con las ofertas doctrinales de las
religiones orientales, Séneca se acoge a la tradición estoica convirtiendo el
legado de Panecio en forma mental del pueblo romano. Séneca sintonizo con el
pueblo y le ofreció una moral del sentido común, del equilibrio honesto, del
prudente justo medio.
La
reflexión, en vez de ser divagaciones teóricas, se torna en el programa del
“buen vivir”, vida honesta que aporta serenidad del ánimo y felicidad.
El
“saber vivir” del sabio proporciona la “vida feliz”. Arrojado en brazos del
destino goza de la libertad suprema y contempla impasible la transitoriedad de
lo humano. Y al participar en la racionalidad divina del cosmos, el sabio
comparte la naturaleza de la divinidad.
Bien
es cierto que aún en vida de Séneca su personalidad fue objeto de
controversias. Y si nos paramos a pensar podríamos decir que ha sido un maestro
de la simulación, ya que su vida no se ajustaba en nada a su doctrina.
Ha
sido acusado de doblez y ambigüedad, ya que condenaba a los cortesanos y se
convirtió en uno de ellos, censuró a los ricos y acumuló una inmensa fortuna,
criticó a los aduladores y practica en grado elevado la adulación, condenó el
adulterio y fue amante de princesas y emperatrices, mostró incluso, tendencias
homosexuales.
¿Realmente
nos encontramos con un Séneca de “doble personalidad”? Esto podría ser un tema
bastante discutible al igual que difícil de dar unos razonamientos verdaderos
al respecto. Lo que si se puede decir con certeza sin caer en la idolatría ni
en excesiva crítica es que sin duda alguna fue humano, con toda la carga que
conlleva serlo.
¿Cómo
se puede construir la verdad del pasado en su objetividad total? Si la verdad
de lo presente difícilmente coincide con la representación mostrenca de las
cosas, tanto menos resulta recuperable la verdad del pasado, aportando por un
realismo ingenioso, que se olvida de lo que cada hombre deposita del propio yo
en aquella que narra o interpreta.
¿No
es precisamente dicho depósito del propio yo, lo que hace posible que cada
época contemple el pasado con una inmensa curiosidad?
Curiosidad
que sabe que lo acontecido puede ser portador de aquella novedad que todo
presente carga consigo.
Este
tema se podría extender mucho más de lo aquí mencionado, pero cierto es que nos
llevaría a apartarnos del enunciado principal.
Por
lo tanto dejémoslo aquí por ahora y pasemos al enunciado principal, respecto a
las similitudes éticas de estos dos filósofos que intentaron dar un sentido a
la vida mediante la filosofía práctica, como es la ética.
La
Ética en Sócrates y en Séneca
El
pensamiento de Sócrates se caracteriza por su interés por el hombre. El saber
fundamental para Sócrates, es el saber acerca del hombre (de ahí su máxima:
“Conócete a ti mismo”) que se caracteriza por tres rasgos: por ser un
conocimiento universal válido, por ser ante todo un conocimiento moral, y por
ser un conocimiento práctico (conocer para obrar correctamente). Sócrates es
consciente que todo el mundo busca la felicidad y la utilidad, y la virtud
consiste en discernir qué es lo más útil en cada caso. Así pues, el saber del
que habla Sócrates no es un saber teórico sino un saber práctico a cerca de lo
mejor y más útil en cada caso. Este saber virtuoso puede ser enseñado y
aprendido porque no bastan las aptitudes naturales para alcanzar la bondad y la
virtud. Su ética es racionalista. En ella encontramos una concepción del bien
(como felicidad de almas) y de lo bueno (como lo útil a la felicidad); la tesis
de la virtud como conocimiento, y del vicio como ignorancia (el que obra mal es
porque ignora el bien; por tanto, nadie hace el mal voluntariamente), y la
tesis de origen sofista de que la virtud puede ser transmitida o enseñada.
De modo que lo que hemos de hacer no es castigar a esa persona sino educarla,
enseñarle en qué consiste el bien. Tal como se desprende de los siguientes
fragmentos:
....Quizá tú das la impresión de
dejarte ver poco y no querer enseñar tu propia sabiduría. En cambio yo temo
que, a causa de mi interés por los hombres, dé a los atenienses la impresión de
que lo que tengo se lo digo a todos los hombres con profusión, no sólo sin
remuneración, sino incluso pagando yo si alguien quisiera oírme gustosamente.
[Eutifrón /Platón]
....Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición
de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al
reflexionar, me parece el mejor. Los argumentos que yo he dicho en tiempo
anterior no los puedo desmentir ahora porque me ha tocado esta suerte, más bien
me parecen ahora, en conjunto, de igual valor y respeto, y doy mucha
importancia a los mismos argumentos de antes.
[El Critón / Platón]
....Y aunque no me creáis y os
penséis que os hablo con evasivas, debo deciros que el mayor de los bienes para
un humano es el ir manteniendo los ideales de la virtud con sus palabras y
tratar de tantos temas como hemos hablado, examinándome a mí mismo y a los
demás, pues, una vida sin examen propio y ajeno no merece ser vivida por ningún
hombre, me creáis o no. Sin embargo, es tal cual os digo, pero ya sé lo difícil
que es convenceros.
[La Apología / Platón]
Precisamente es esa
búsqueda del sí mismo lo que conduce a Séneca al encuentro con la filosofía.
Séneca se enrola entre los pensadores que no se contentan con interpretar el mundo,
sino que pretenden cambiarlo. Para Séneca el camino que conduce a la sabiduría
es doble: por una parte, la adquisición de la verdad mediante la meditación;
por otra, el progreso en el dominio de sí mismo mediante la práctica de la
virtud. Respecto a la enseñanza y aprendizaje sobre lo virtuoso coinciden
ambos. Séneca se aparta en muchos puntos del estoicismo, aceptando elementos
tomados del cinismo y del epicureismo, lo que da por resultado un eclecticismo
de carácter moralista preocupado por la filosofía en cuanto ésta significa una
enseñanza y un consuelo para la vida. La sabiduría no es algo innato al hombre
sino algo que éste ha de conquistar con el esfuerzo.
Para Séneca la vida feliz
se alcanza con la posesión del bien más precioso. Éste, por otra parte, ha de
ser buscado en el alma, en la realización de lo razonable, de acuerdo con la
mente sana, que fundamenta la paz y la concordia interiores. La inteligencia
debe analizar y clarificar las pasiones, despejándolas de todo lo oscuro e
irracional. Por eso la virtud consiste en una inteligencia que juzga
acertadamente de un modo estable. En este aspecto de las doctrinas senequistas
es perceptible el influjo socrático, según el cual el error y el mal coinciden.
Como bien se puede ver en los siguientes fragmentos:
Para Sócrates la virtud
reside en el conocimiento. Y, por lo tanto, el primer deber del hombre es
obedecer la orden délfica "conócete a ti mismo", porque, como dice el
maestro, "una vez que nos conozcamos, podremos aprender a cuidar de
nosotros, pero si no, nunca lo haremos". Este cuidado de nosotros mismos no se refiere al cuerpo, sino al
"alma", pues es ésta la que utiliza y controla a aquél, es ella
nuestro verdadero yo. Y ya que el alma (entendida sobre todo como
"razón") debe ser quien nos dirija y regule, el conocerse a uno mismo
implica también tener autocontrol, pues no podemos cuidar de nuestro verdadero
yo si estamos sometidos a los deseos y pasiones que proceden de nuestra
naturaleza corporal. La doma de las pasiones, es uno de los grandes temas
socráticos. "¿En qué se diferencia de una bestia el hombre sin dominio
de sí e incontinente?", se pregunta Sócrates. Se trata de una idea que
aparece por primera vez con él, pues en el mundo homérico los héroes dejan
brotar sus pasiones e instintos violentos sin este control. Dicho de otra
manera, si conocer algo es conocer para qué sirve, el conocimiento de
uno mismo parte de un descubrimiento básico: que nuestro yo real es el alma y
que su función es gobernar, regir o controlar. Y esta función sólo puede ser
bien ejercida si este gobierno está asentado en la verdad. De aquí también que
Sócrates no hable de una pluralidad de virtudes, sino de la unidad de la
virtud: la sabiduría. El camino
para encontrar esta sabiduría queda asimismo recogido en el precepto délfico:
la búsqueda de la verdad es una búsqueda interior (eso sí, en diálogo con los
otros), precedida e impulsada por el reconocimiento de la ignorancia. Veamos
los siguientes fragmentos al respecto:
También para Séneca,
consistirá en el dominio de la racionalidad; pero dado que el mundo “ya” es
racional, la virtud es independiente de toda evolución del mundo y de la
sociedad. Séneca excluye toda posibilidad de rebelión y protesta. El bien
supremo es la sumisión al orden racional del mundo. Aparte de él, no hay bienes
ni males, sino cosas indiferentes. En todo caso, el dolor más agudo es el más
breve y con la muerte vendrá la felicidad. Las riquezas no son bienes porque
están sujetas a veleidades y no dan tranquilidad de espíritu; precipitan al
rico, por el contrario, en un torbellino de deseos. Para Séneca la virtud es
fin en sí misma, porque es el único bien. El sabio no hace nada por el placer.
Busca la virtud, y si el placer la acompaña, sabe gozarlo. Pero no lo
constituye el fin de sus esfuerzos.
Séneca
está convencido de que al usar la razón
para someter a los apetitos, el ser humano se manifiesta como ser libre,
se diferencia de la bestia y muestra su cara humana. La felicidad es para
Séneca el autocontrol, frente a la obvia presencia del devenir y el
tiempo. La felicidad se concibe entonces
como una fuerza interior regulada por la razón.
Así, para Séneca, la felicidad radica
en la autosuficiencia e independencia de los placeres y de las emociones
que perturben al alma. Tal como indican sus propias palabras.
La grandeza filosófica de Sócrates
reside, entre otras cosas, en su descubrimiento de este yo real del hombre que
debe gobernar en nosotros y de una moral de aspiración espiritual que ocupe el
lugar de la moral entonces imperante, basada en la coacción social. Su objetivo
principal fue llevar a cabo una reforma moral de la polis, poniendo como punto
de apoyo el saber. Por lo que es imprescindible definir con precisión los
conceptos (justicia, valor, bondad, etc.), a fin de hacer posible el acuerdo
sobre temas morales y políticos, y es que sólo sabiendo qué es la justicia, se
puede ser justo. El método socrático se encaminó a la construcción de
definiciones, las cuales deben encerrar la esencia inmutable de la realidad
investigada. El procedimiento para llegar a la definición verdadera es
inductivo: examen de casos particulares y ensayo de una generación que nos dé
ya la definición buscada.
Séneca se interesa menos por la construcción de definiciones que por la moral en sí. Para él sólo es feliz el que, dejándose guiar por la razón, ha superado los deseos y los temores. La virtud debe desearse por sí misma, no por otra cosa; el premio de la virtud es la misma vida virtuosa y razonable que nos pone al abrigo de las turbaciones. La moral exige extinguir los deseos desordenados, especialmente la ira. El sabio debe esforzarse por mantenerse impávido. No se le exige una insensibilidad, pues perdería su condición humana, pero debe soportar las adversidades. No ha de tratar de reformar el mundo, que tiene sus leyes necesarias, sino procurar adaptarse a sus exigencias.
Respecto a la política, defiende como la mejor garantía de las virtudes morales la obediencia a las leyes de la ciudad de la que uno forma parte. Sócrates observó cómo las virtudes tradicionales de moderación y respeto por las leyes, se debilitaban a la par que se imponía el comportamiento político individualista y demagógico, cuyo correlato teórico veía en las doctrinas sofistas. Preocupado por la decadencia de la polis, su objetivo principal fue recuperar el compromiso del ciudadano con la polis. Respetar la ley es respetarse a uno mismo. Sócrates fue obediente con las leyes de Atenas, pero en general evitaba la política, contenido por lo que él llamaba una advertencia divina.
Séneca se interesa menos por la construcción de definiciones que por la moral en sí. Para él sólo es feliz el que, dejándose guiar por la razón, ha superado los deseos y los temores. La virtud debe desearse por sí misma, no por otra cosa; el premio de la virtud es la misma vida virtuosa y razonable que nos pone al abrigo de las turbaciones. La moral exige extinguir los deseos desordenados, especialmente la ira. El sabio debe esforzarse por mantenerse impávido. No se le exige una insensibilidad, pues perdería su condición humana, pero debe soportar las adversidades. No ha de tratar de reformar el mundo, que tiene sus leyes necesarias, sino procurar adaptarse a sus exigencias.
Respecto a la política, defiende como la mejor garantía de las virtudes morales la obediencia a las leyes de la ciudad de la que uno forma parte. Sócrates observó cómo las virtudes tradicionales de moderación y respeto por las leyes, se debilitaban a la par que se imponía el comportamiento político individualista y demagógico, cuyo correlato teórico veía en las doctrinas sofistas. Preocupado por la decadencia de la polis, su objetivo principal fue recuperar el compromiso del ciudadano con la polis. Respetar la ley es respetarse a uno mismo. Sócrates fue obediente con las leyes de Atenas, pero en general evitaba la política, contenido por lo que él llamaba una advertencia divina.
Creía que había recibido una llamada
para ejercer la filosofía y que podría servir mejor a su país dedicándose a la
enseñanza y persuadiendo a los atenienses para que hicieran examen de
conciencia y se ocuparan de su alma.
Tal fue su obediencia, que dio
ejemplo con su vida: Sócrates acatará la
condena, sin querer escapar, por ser fiel al pacto asumido con las leyes de su
ciudad. Sí bien es cierto que no fue ningún personaje político ni un hombre
poderoso en el sentido de la palabra, fue precisamente su dedicación la que
hizo que resultase ser una persona “incómoda”, sobre todo para los que decían
saber y después quedaban despojados de dicho saber una vez haber pasado por sus
“interrogatorios”. Eso y su fidelidad a su propia doctrina hicieron de él una
persona “incontrolable” para los que ostentaban el poder. Persona que no se
dejaba coaccionar por nada ni nadie. Por lo que se optó por “deshacerse de él”
por medio de una acusación de impiedad y de corromper a la juventud. Cosa que
no sorprendió para nada a Sócrates, de hecho en El Gorgias, él mismo anticipa dramáticamente su propio juicio y
muerte, porque dice a los atenienses lo que es bueno para ellos y no lo que
ellos desean oír.
En el mismo contexto también es digno
de mención La Apología que es toda una fuente importante en
relación con la vida, el carácter y las opiniones de Sócrates. En realidad se
trata más bien de un desafío que de una defensa o bien de una defensa de la
vida y la enseñanza de Sócrates y que de las verdaderas acusaciones sólo trata
brevemente y con un cierto desprecio.
El
caso de Séneca respecto a la política es completamente opuesto. De acuerdo con
la doctrina estoica el hombre virtuoso puede y debe participar en la vida
política de la ciudad; pero ¿qué sucede cuando no hay poli ni civitas, sino un
Imperio regido por un individuo de condición moral sumamente imperfecta? ¿no
será entonces preferible que el sabio, despreciando la actividad política, se retire
al ámbito privado? En el De Otio de
Séneca se plantea esta cuestión con toda precisión: ¿qué ocurre cuando los
obstáculos para participar en la vida política no surgen del mismo sabio, sino
de que “faltan ocasiones de actuar”? Por una parte, desde luego, el alejamiento
de la vida pública tiene grandes ventajas y muy particularmente que permite
reflexionar.
Séneca
acepta la tesis fundamental del estoicismo (“Solemos
decir que el mayor de los bienes es
vivir de acuerdo con la naturaleza”), pero añade que la naturaleza nos
engendró para la contemplación y para la acción.
En
las situaciones adversas el sabio se retira de la vida política y alejándose de
los cargos oficiales el intelectual se convierte en una especie de guía o
director espiritual.
Para
la persona virtuosa que ha perfeccionado su razón al punto de crecerse en las
adversidades y mostrar en su conducta una perfecta obediencia a esa sabiduría
divina que todo lo rige.
Séneca
estuvo muy ligado a la política lo que llevó a la sospecha de conspiración
contra Nerón, pero a falta de pruebas, éste último no se atreve a “ponerle la
mano encima”, pero sí le ordena el suicidio. El mismo suicidio, aceptado
estoicamente, transforma a Séneca en émulo de Sócrates. En la hora suprema el
tipo de muerte deviene testimonio de la soledad con el propio yo, cuando el
socrático “conócete a ti mismo” quebranta los límites de la propia verdad.
Puede decirse como regla general que
el impulsor de las nuevas ideas, que indudablemente tendrá entereza moral y
fuertes principios éticos, tendrá que hacer frente a las fuerzas negativas, las
fuerzas y el instinto de la muerte, presentes en todos los tiempos y en todos
los lugares.
Lo curioso es que tanto la filosofía
práctica de Sócrates como la de Séneca nació en una época de crisis de valores,
tiempos de inseguridades, de contradicciones y de arbitrariedades. ¿Será que el
ser humano en épocas de dichas crisis necesite “agarrarse” a unos valores? ¿No
vivimos en cierto modo, en la actualidad, también una época de crisis?
Hola, no sé cómo es tu nombre, pero el artículo es sumamente interesante comparando a estos dos grandes personajes de la historia. Gracias por compartirlo y enhorabuena!!! Jose Cuevas Glez.
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