La primera impresión que tuve al leer a
Derrida fue la de perplejidad. Y desde mi perplejidad pude vislumbrar
otra perplejidad más profunda y espesa. Abarcante. Sin límites ni
esperanzadores atisbos de posible dominio, control, comprensión o simple
reconstrucción de lo leído o, en su caso, de lo escrito[i].
Una perplejidad omnipresente y ridículamente (me refiero a mi perplejidad), repito, ridículamente diferenciada de todo intento, por útil o inútil e incluso por natural que sea, de permanecer en el seno de un análisis, sospechosamente constructivo, del sentido y del significado de la escritura, de su escritura, <<... el escribir despierta el sentido de voluntad de la voluntad: libertad ruptura con el medio de la historia empírica a la vista de un acuerdo con la esencia oculta de lo empírico, con la pura historicidad. Querer-escribir y no deseo de escribir, pues no se trata de afección sino de libertad y de deber>>[ii].
Una perplejidad omnipresente y ridículamente (me refiero a mi perplejidad), repito, ridículamente diferenciada de todo intento, por útil o inútil e incluso por natural que sea, de permanecer en el seno de un análisis, sospechosamente constructivo, del sentido y del significado de la escritura, de su escritura, <<... el escribir despierta el sentido de voluntad de la voluntad: libertad ruptura con el medio de la historia empírica a la vista de un acuerdo con la esencia oculta de lo empírico, con la pura historicidad. Querer-escribir y no deseo de escribir, pues no se trata de afección sino de libertad y de deber>>[ii].