domingo, 18 de junio de 2017

Crítica de Nietzsche



Toda creación cultural (religión, moral, ciencia, arte, etc.) es la proyección de sensaciones elementales, orgánicas, fisiológicas, relativas a un determinado grado de fuerza o de voluntad de poder. Es el cuerpo quien interpreta; lo anterior a toda objetividad.
 
El lenguaje se ha creado dentro de un proceso progresivo de creatividad “artística”; es el tejido básico espiritual en el que se incrustan los juicios de valor, las estimaciones primeras, la actitud ante el mundo a través de generaciones en virtud del proceso de socialización.


El entramado conceptual que forma el tejido lingüístico de la cultura europea deriva genealógicamente de una voluntad débil que busca un refugio ante la multiplicidad contradictoria y desconcertante que representa el devenir del mundo sensible y de la vida.

Nuestro lenguaje no deja de reintroducir incesantemente la sustancia, la causalidad, todo tipo de idealidades absolutizadas que mantienen en plena vigencia la metafísica.

La acusación que Nietzsche hace al lenguaje de nuestra cultura europea de ser una fuerza nihilizadora apunta a esta violencia con la que impone la fetichización metafísica de sus categorías e impide una experiencia estético-dionisíaca de afirmación del devenir.

La gente cree, en efecto, conocer algo sólido, acabado, permanente. Pero en realidad, lo que hay en cada momento es luz y tinieblas, amargura y dulzura conjuntamente, como dos combatientes cada uno de los cuales obtuviese a su vez la supremacía. De este combate de cualidades contrarias nace todo devenir: las cualidades determinadas, que a nosotros nos parecen permanentes, expresan sólo el instante de equilibrio de una lucha. Pero este equilibrio no pone fin a la lucha, que dura eternamente. Todo sucede con arreglo a esta lucha, y precisamente esta lucha es la manifestación de la eterna justicia.

Nietzsche ve en ello la “fuerza prodigiosa” que supera el miedo al devenir sensible (el caos y la desmesura de lo dionisíaco) y lo invierte en el entusiasmo y en la seducción a existir que produce la cultura apolínea. Subraya la comprensión básica, que recoge el pensamiento de Heráclito, del acontecer del mundo como lucha de fuerzas y, por tanto, del sentido de cada “cosa” como momento de un equilibrio siempre inestable entre algo y su contrario. Asimismo subraya, y esto es lo más determinante, la valoración de esta lucha constitutiva del devenir como la eterna justicia.

La comprensión de la reciprocidad agonal de lo apolíneo y lo dionisíaco, y de la copertenencia al eterno proceso creador-destructor de la physis constituye el primer modo que tiene Nietzsche de expresar su idea de que lo que hay, el último término, en el fondo de toda forma cultural, de toda interpretación, es la polaridad básica de los afectos con anclaje en el cuerpo: placer (Lust) y dolor (Schmerz, Leid), vida y muerte.

El ser humano tiene la posibilidad de elevar la relación placer-dolor por encima del umbral elemental de autoafección que constituye la vida del cuerpo, lo que introduce una complejidad en sus motivaciones que puede modificar por completo.

Para Nietzsche, la sublimación es el resultado de un esfuerzo de autosuperación que refina la energía vital y la emplea como fuerza de creatividad en el plano de lo espiritual: “Es una sola y la misma fuerza (eine und die selbe Kraft) la que se despliega en la creación artística y en el acto sexual: sólo hay una única clase de fuerza (es gibt nur eine Art von Kraft).

Se distinguiría en que, en vez de promover una lucha contra los instintos, una neutralización de los sentidos y una negación de las pasiones, habría aprendido a aprovechar la potencialidad mágica y transfigurando del cuerpo.

Nietzsche habla, pues, del cuerpo, a la vez como construcción hermenéutica y como formación de poder, y lo propone como instancia a partir de la cual analizar las creaciones culturales e históricas para determinar en ellas su organización biológica interna.

Abre así el horizonte para una comprensión de la cultura como lenguaje cifrado del cuerpo. Esta perspectiva supone, pues, la comprensión del cuerpo como “la gran razón”, es decir, en última instancia como quien piensa y quien decide, mientras que la conciencia permanece en la ignorancia de ese que, en último término, es lo decisivo.

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