La historia de la filosofía
occidental nos presenta un panorama rico en rendimientos filosóficos de lo más
variado, interesante y sugestivo. Somos herederos mientras vivamos desdeñando
esa riqueza, mientras seamos capaces de formarnos un juicio crítico para
discernir y valorar lo que hay de circunstancial y perecedero, y lo que hay de
permanente en cada corriente filosófica.
La verdadera filosofía entendida no tanto como enseñanza dogmática de escuela sino por su significado clásico y originario, es el amor al conocimiento, el amor a la belleza de las ideas, tal como lo explica Diótima a Sócrates en el Banquete de Platón (203e-204a). Diótima empieza por señalar que los dioses no filosofan ni desean hacerse sabios, pues ya lo son. Tampoco filosofa el que es sabio entre los hombres, pues no lo necesita. Pero hay hombres que siendo ignorantes tampoco filosofan ni desean hacerse sabios, porque tienen la ilusión de serlo. El que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar.
Por lo tanto el verdadero
filósofo es el que se encuentra entre los extremos: ni se tiene a si mismo como
un sabio, ni tampoco como un ignorante, sino como alguien que al menos tiene
conciencia de su ignorancia y sabe que no sabe. Éste es precisamente el papel
que asume Sócrates.
Si la filosofía es un amor al
conocimiento, el filósofo es un ignorante, no sabe, pero se da cuenta de su
ignorancia y trata superarla. Ésta es la postura socrática de la docta
ignorante.
La recia personalidad de Sócrates
ha sido el paradigma del auténtico filósofo, que no acepta ni rechaza nada sin
un previo examen racional.
Lo que le distinguía de los
demás es que él se daba cuenta y reconocía que era un ignorante. Por eso
declaraba con ironía: “Sólo sé, que no sé nada”.
En cambio los demás sabios de
su tiempo no tenían conciencia de su ignorancia y por ello pecaban de
dogmáticos.
No sabían pero hablaban como
si supieran, con mucha seguridad, suficiencia y autoridad. Asimismo, los
ciudadanos con quienes dialogaba Sócrates pretendían saber, creían conocer lo
que en realidad ignoraban. Como no sabían que eran ignorantes pensaban que eran
sabios.
¿No ocurre aún en nuestros
tiempos lo mismo? ¿No encontramos por todas partes a hombres que creen saberlo
todo, que creen estar en posesión de la verdad absoluta y, asimismo, a
ignorantes que no quieren salir de su ignorancia, que incluso se muestran
satisfechos de ella y en ella, o bien a ignorantes que no saben pero hablan
como si supieran?
Sócrates no se planteaba el
problema del conocimiento en una forma puramente abstracta. Todo lo contrario.
Su interés estuvo centrado en la vida humana, en el hombre, en los asuntos
humanos, en lo que es digno de ser conocido por el hombre para vivir como
hombre. El conocer, el saber, no puede estar desconectado de la vida. Por eso
es que, según Sócrates, una vida sin examen no es vida.
Su misión como filósofo
estaba formulada en la exhortación” “Conócete a ti mismo”, inscrita en el
templo de Delfos.
La filosofía, tal como la
entendía Sócrates, es un amor a la sabiduría. La sabiduría que importaba a
Sócrates es la forma de saber que incide directamente sobre la vida humana,
sobre lo que es digno de aprecio para todos y, por lo mismo, a todos debe
interesar.
Sócrates enseñaba a
reflexionar y a buscar la verdad en el terreno de la praxis, de la vida social
y política. Consta como fundador de la Ética, esto es, de la disciplina
filosófica que indaga sobre los valores morales como la justicia, el bien, la
piedad, la amistad, el amor, la felicidad, la prudencia, y sobre la forma de
conducta que conduce a la realización de dichas valores.
Por eso decía: “el caso es
que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, pero sí, en cambio, los
hombres de la ciudad” (Fedro, 230d).
Su idea, su tesis fundamental
era: la virtud es conocimiento.
Sócrates, en cuanto fundador
de la ética, sostenía que la virtud es conocimiento pero no entendía el
concepto de conocimiento o ciencia en sentido teorético como un discurso
racional puro (episteme), sino como una forma de saber orientada a la acción
(phrónesis).
Si logramos obtenerlo será
una base legítima para el buen vivir digno del hombre. Sin embargo, si le
preguntaban a Sócrates por el conocimiento del bien, él confesaba que no sabía
la respuesta exacta y era consciente de su ignorancia. Por eso incitaba a todos
a examinarse a si mismos. Él se daba cuenta de que cuando la voluntad se dirige
hacia una meta, un objeto, es porque la inteligencia lo interpreta como un bien
que le representa la utilidad, el placer o el mérito que podría alcanzar. Pero
si suprime o cambia la interpretación de la inteligencia, desaparece o cambia
el acto voluntario. Sócrates pensaba que el hombre se comporta mal porque su
inteligencia interpreta erróneamente y cree ver el bien donde en realidad no
existe.
Este tema lo trata en el
diálogo Menón. Se dedica a interrogar a sus conciudadanos para hacerles
conscientes de su ignorancia, para desarraigar de su mente los prejuicios, las
opiniones infundadas, los malos entendidos.
El concepto de areté (virtud,
como aclara Guthrie) significaba para Sócrates ser bueno para algo, saber
ejecutar una acción.
Asimismo, todo hombre debe
ser capaz de alcanzar la virtud propia de su naturaleza de hombre. Esta
naturaleza está definida por el alma (psyché), cuya composición comprendía una
parte irracional y una parte racional, que para Sócrates era la más importante.
En el curso de la vida el
hombre vive en permanente lucha consigo mismo porque en su mente hay fuerzas
que le atraen hacia todo tipo de objetos como el placer, las riquezas, el poder
o la fama. Pero en cuanto esta dotado de la capacidad de examen racional tiene
que tratar de vivir y discernir conforme a las luces de la razón. Por eso
enseñaba Sócrates que una vida sin examen no es vida.
Sócrates era perfectamente
consciente de que el conocimiento no es suficiente. El conducirse como hombre
no depende sólo de la inteligencia sino también de la capacidad de razonar de
cada persona. Los actos de intelección hacen posible la captación de los
conceptos. Sócrates practica la epagogé (comparación inductiva). Procura
discernir de las cosas los rasgos comunes que se pueden sintetizar en la unidad
de su concepto, y luego trata de formular la definición correspondiente. Este
trabajo lógico lo realiza en vista de un interés más profundo, el de conocer el
concepto verdadero de la virtud, saber qué es la verdadera virtud o qué es en
verdad la virtud. Lo que interesaba a Sócrates eran las virtudes éticas.
También se daba cuenta de que
la posesión de conocimientos no garantiza por sí la areté humana. Es
perfectamente posible que haya hombres muy sabios pero también muy perversos.
El diálogo Hipias menor está consagrado al examen de este asunto.
Es de experiencia común que
las personas, en todo tiempo, siempre buscan el placer, la salud, la belleza,
las riquezas, el poder.
Sócrates lo reconoce. Sólo
advierte que la adquisición de cosas buenas debe procurarse “acompañado de
justicia, que hay que darles un “uso correcto” y, finalmente, señalaba que
“todo para el hombre depende del alma, mientras que lo que es relativo al alma
misma depende del discernimiento para ser bueno” (Menón, 79a, 88a, 89a).
El propósito de Sócrates era
suscitar inquietud, incitar a las personas a que aclarasen sus creencias y
opiniones, haciéndoles conscientes de la gran responsabilidad que tienen de
cuidar su alma y de tomar sus propias decisiones. La consecuencia de las
enseñanzas de Sócrates no podía ser más que la autonomía moral.
Nota: Los pasajes citados en
los Diálogos de Platón han sido tomados de las traducciones de la editorial
Gredos que publicó en su Biblioteca Clásica.
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