sábado, 24 de junio de 2017

La Ética o lo permanente de la filosofía socrática en nuestros tiempos



La historia de la filosofía occidental nos presenta un panorama rico en rendimientos filosóficos de lo más variado, interesante y sugestivo. Somos herederos mientras vivamos desdeñando esa riqueza, mientras seamos capaces de formarnos un juicio crítico para discernir y valorar lo que hay de circunstancial y perecedero, y lo que hay de permanente en cada corriente filosófica.

La verdadera filosofía entendida no tanto como enseñanza dogmática de escuela sino por su significado clásico y originario, es el amor al conocimiento, el amor a la belleza de las ideas, tal como lo explica Diótima a Sócrates en el Banquete de Platón (203e-204a). Diótima empieza por señalar que los dioses no filosofan ni desean hacerse sabios, pues ya lo son. Tampoco filosofa el que es sabio entre los hombres, pues no lo necesita. Pero hay hombres que siendo ignorantes tampoco filosofan ni desean hacerse sabios, porque tienen la ilusión de serlo. El que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar.

Por lo tanto el verdadero filósofo es el que se encuentra entre los extremos: ni se tiene a si mismo como un sabio, ni tampoco como un ignorante, sino como alguien que al menos tiene conciencia de su ignorancia y sabe que no sabe. Éste es precisamente el papel que asume Sócrates.

Si la filosofía es un amor al conocimiento, el filósofo es un ignorante, no sabe, pero se da cuenta de su ignorancia y trata superarla. Ésta es la postura socrática de la docta ignorante.

La recia personalidad de Sócrates ha sido el paradigma del auténtico filósofo, que no acepta ni rechaza nada sin un previo examen racional.

Lo que le distinguía de los demás es que él se daba cuenta y reconocía que era un ignorante. Por eso declaraba con ironía: “Sólo sé, que no sé nada”.

En cambio los demás sabios de su tiempo no tenían conciencia de su ignorancia y por ello pecaban de dogmáticos.

No sabían pero hablaban como si supieran, con mucha seguridad, suficiencia y autoridad. Asimismo, los ciudadanos con quienes dialogaba Sócrates pretendían saber, creían conocer lo que en realidad ignoraban. Como no sabían que eran ignorantes pensaban que eran sabios.

¿No ocurre aún en nuestros tiempos lo mismo? ¿No encontramos por todas partes a hombres que creen saberlo todo, que creen estar en posesión de la verdad absoluta y, asimismo, a ignorantes que no quieren salir de su ignorancia, que incluso se muestran satisfechos de ella y en ella, o bien a ignorantes que no saben pero hablan como si supieran?

Sócrates no se planteaba el problema del conocimiento en una forma puramente abstracta. Todo lo contrario. Su interés estuvo centrado en la vida humana, en el hombre, en los asuntos humanos, en lo que es digno de ser conocido por el hombre para vivir como hombre. El conocer, el saber, no puede estar desconectado de la vida. Por eso es que, según Sócrates, una vida sin examen no es vida.

Su misión como filósofo estaba formulada en la exhortación” “Conócete a ti mismo”, inscrita en el templo de Delfos.

La filosofía, tal como la entendía Sócrates, es un amor a la sabiduría. La sabiduría que importaba a Sócrates es la forma de saber que incide directamente sobre la vida humana, sobre lo que es digno de aprecio para todos y, por lo mismo, a todos debe interesar.

Sócrates enseñaba a reflexionar y a buscar la verdad en el terreno de la praxis, de la vida social y política. Consta como fundador de la Ética, esto es, de la disciplina filosófica que indaga sobre los valores morales como la justicia, el bien, la piedad, la amistad, el amor, la felicidad, la prudencia, y sobre la forma de conducta que conduce a la realización de dichas valores.

Por eso decía: “el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad” (Fedro, 230d).

Su idea, su tesis fundamental era: la virtud es conocimiento.

Sócrates, en cuanto fundador de la ética, sostenía que la virtud es conocimiento pero no entendía el concepto de conocimiento o ciencia en sentido teorético como un discurso racional puro (episteme), sino como una forma de saber orientada a la acción (phrónesis).

Si logramos obtenerlo será una base legítima para el buen vivir digno del hombre. Sin embargo, si le preguntaban a Sócrates por el conocimiento del bien, él confesaba que no sabía la respuesta exacta y era consciente de su ignorancia. Por eso incitaba a todos a examinarse a si mismos. Él se daba cuenta de que cuando la voluntad se dirige hacia una meta, un objeto, es porque la inteligencia lo interpreta como un bien que le representa la utilidad, el placer o el mérito que podría alcanzar. Pero si suprime o cambia la interpretación de la inteligencia, desaparece o cambia el acto voluntario. Sócrates pensaba que el hombre se comporta mal porque su inteligencia interpreta erróneamente y cree ver el bien donde en realidad no existe.

Este tema lo trata en el diálogo Menón. Se dedica a interrogar a sus conciudadanos para hacerles conscientes de su ignorancia, para desarraigar de su mente los prejuicios, las opiniones infundadas, los malos entendidos.

El concepto de areté (virtud, como aclara Guthrie) significaba para Sócrates ser bueno para algo, saber ejecutar una acción.

Asimismo, todo hombre debe ser capaz de alcanzar la virtud propia de su naturaleza de hombre. Esta naturaleza está definida por el alma (psyché), cuya composición comprendía una parte irracional y una parte racional, que para Sócrates era la más importante.

En el curso de la vida el hombre vive en permanente lucha consigo mismo porque en su mente hay fuerzas que le atraen hacia todo tipo de objetos como el placer, las riquezas, el poder o la fama. Pero en cuanto esta dotado de la capacidad de examen racional tiene que tratar de vivir y discernir conforme a las luces de la razón. Por eso enseñaba Sócrates que una vida sin examen no es vida.

Sócrates era perfectamente consciente de que el conocimiento no es suficiente. El conducirse como hombre no depende sólo de la inteligencia sino también de la capacidad de razonar de cada persona. Los actos de intelección hacen posible la captación de los conceptos. Sócrates practica la epagogé (comparación inductiva). Procura discernir de las cosas los rasgos comunes que se pueden sintetizar en la unidad de su concepto, y luego trata de formular la definición correspondiente. Este trabajo lógico lo realiza en vista de un interés más profundo, el de conocer el concepto verdadero de la virtud, saber qué es la verdadera virtud o qué es en verdad la virtud. Lo que interesaba a Sócrates eran las virtudes éticas.

También se daba cuenta de que la posesión de conocimientos no garantiza por sí la areté humana. Es perfectamente posible que haya hombres muy sabios pero también muy perversos. El diálogo Hipias menor está consagrado al examen de este asunto.

Es de experiencia común que las personas, en todo tiempo, siempre buscan el placer, la salud, la belleza, las riquezas, el poder.

Sócrates lo reconoce. Sólo advierte que la adquisición de cosas buenas debe procurarse “acompañado de justicia, que hay que darles un “uso correcto” y, finalmente, señalaba que “todo para el hombre depende del alma, mientras que lo que es relativo al alma misma depende del discernimiento para ser bueno” (Menón, 79a, 88a, 89a).

El propósito de Sócrates era suscitar inquietud, incitar a las personas a que aclarasen sus creencias y opiniones, haciéndoles conscientes de la gran responsabilidad que tienen de cuidar su alma y de tomar sus propias decisiones. La consecuencia de las enseñanzas de Sócrates no podía ser más que la autonomía moral.


Nota: Los pasajes citados en los Diálogos de Platón han sido tomados de las traducciones de la editorial Gredos que publicó en su Biblioteca Clásica.

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