miércoles, 14 de septiembre de 2016

En el aire



Esta fotografía muestra el producto de la instalación de Teresa Margolles (2003, México) con máquinas que crean y lanzan burbujas hechas con agua de la morgue, de manera que la galería o salón donde se presenta esta función se llena con ellas. 
Margolles, nos presenta su obra con aparente belleza del material, que invita a jugar bajo las burbujas, correr, reír. Volviendo a ser niños otra vez, fascinados por el brillo de las delicadas burbujas que flotan y se rompen en nuestra piel. Sensaciones agradable que de un plumazo se desvanecen al conocer el origen del agua.La obra trasciende lo poético y nos hace partícipe de una manera perversa y sádica. Al mismo tiempo, nos hace cómplice, provocándonos sensaciones confusas, atractivas y repulsivas.

Se trata de hacer que el narcotráfico, la muerte violenta, los secuestros, las victimas de todo el negocio que se ha vuelto política de México “penetre” literalmente nuestra piel.
Esta instalación nos involucra de manera interactiva. Trayendo a nuestra presencia algo que ya no está aquí. Donde las burbujas, como símbolo del último residuo de la vida, son el recordatorio de vidas destruidas. La diferencia entre la burbuja de jabón antes y después de la información sobre el origen del agua es la diferencia entre el cuerpo vivo y el cuerpo muerto. Al romperse contra nuestra piel, recordamos nuestra propia mortalidad, nuestra propia vitalidad. Recordamos que estamos vivos, aún.
Desde los tiempos de Benjamín, las fantasmagorías se han multiplicado. Su efecto anestesiante, que inunda los sentidos y nos saturan, es colectivo, por lo que se convierte en un medio de control social.
Para rescatar la humanidad de las víctimas, su individualidad, es preciso resistirse a la objetualización del sujeto, reconocer que el resto, en este caso el agua utilizada, da cuenta de un ser humano. Se trata de no perder de vista que la memoria supone un acto de posicionamiento que rescata la humanidad de la víctima, que no se agota en un cuerpo maltratado, destrozado, sino que le da sentido y lo coloca en un contexto. Donde la violencia va más allá de la experiencia estética, convirtiéndose en una revelación del entorno político invisible. Es la oposición entre estética y política la que crea, siguiendo a Mieke Bal, una necesidad de establecer límites en torno a la tragedia de la vida real para que las víctimas no sean víctimas de nuevo. El límite donde el arte es capaz de situar lo político justo donde Wittgenstein cierra su Tratactus “de lo que no se puede hablar, hay que callar”. Dando lugar a lo que Ranciére llamo “eficacia estética”, capaz de activar lo innombrable, incluso la imagen intolerables. Una experiencia estética, como experiencia de disenso, que se opone a la adaptación mimética o ética del arte con fines sociales.
Para Benjamin la historia, el pasado, está aquí y ahora. Un pasado que se encuentra a medio camino entre historia y memoria. Poniendo el objetivo en la memoria de los vencidos, estableciendo así una relación diferente con el pasado y el presente. Pasando la reconstrucción de la historia presente necesariamente por la memoria de los sin nombre, los vencidos, a los que les arrancaron la vida o están enterrados en las fosas del olvido. 
Margolles nos obliga de forma brutal recordar las víctimas, implicarnos en esa muerte, sentirla en propia carne para evitar nuevas víctimas, adquiriendo la posibilidad de poder actuar sobre la historia y su presente, y así desenmascarar a los vencedores del presente

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