sábado, 10 de septiembre de 2016

La sentencia de muerte de Maurice Blanchot


El no-morir en Blanchot

 

Maurice Blanchot, filósofo, crítico literario y autor de relatos a veces herméticos, fue uno de los pensadores más influyentes de finales del siglo pasado.
Una de las preocupaciones comunes de Blanchot es la cuestión de la alteridad, que impregnan la mayoría de sus escritos entre los años 1953 y 1965.
El concepto de alteridad está presente desde el origen mismo de la filosofía.
El Otro o lo Otro, ha sido objeto de consideración en las más antiguas formas de pensamiento, y ha cobrado gran importancia en la actualidad. Siendo Lévinas el máximo exponente de la otredad. El filósofo de lo Otro, por excelencia. Nadie como él ha destacado el carácter absoluto de la alteridad.
El otro gran tema blanchotiano es la muerte. Blanchot nos dice, que la muerte es sólo muerte en el mundo. El hombre la conoce sólo porque es hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en devenir. Pero esa muerte desaparece con mi muerte. Al morir, dejo de ser mortal.
En la lectura y estudio de “La sentencia de muerte” podemos apreciar como desde la ficción, desde la literatura, se trasciende, para proyectarse a la filosofía, a la ontología, a la estética e incluso a la ética.
Con una prosa ligera y trascendente, Blanchot es capaz de convertir la realidad en un mundo de ensueño, construido sólo de vida y muerte. O lo que es lo mismo, de un amor por la vida con un fuerte apego a la muerte.
La historia se centra principalmente en dos acontecimientos, la muerte física de una mujer y la muerte en vida de un hombre. Estos dos hechos constituyen el fin de la historia y el autor lleva al lector hacia estos puntos a través de un camino cargado de una prosa ambigua y leve como la misma muerte. Los nombres están borrados, como en Kafka. Y, el lugar donde ocurren los hechos parece ser París, pero no se ofrecen direcciones precisas al respecto. También el tiempo es ambiguo.
La obra está formada por dos partes, una versión especular de la otra, entre las cuales, la continuidad es problemática.
Blanchot describe la imposibilidad de la experiencia de la muerte. Sin duda es éste el sendio que tiene la vuelta a la vida de “J” en “La sentencia de muerte”.
El narrador le develve la vida. Aunque después de devolversela, “J” parece morir por deseo propio, ayudada por él, que le administra un cóctel letal de morfina y sedante. Como si sólo así pudiese morir. Haciéndole “responsable” de su muerte. Muriendo en él.
Hacia el final de la segunda parte, el narrador entra en el cuarto cegado, percibiendo su presencia, yendo, en medio de lo oscuro, hacia esa presencia de lo ausente. Todo sombra.
¿Acaso la escritura no convoca la ausencia de lo presente y la presencia de lo ausente? ¿Acaso la escritura no es a fin de cuentas una suspensión eterna de la condena de muerte?
Del muerto que nos da pensar la muerte, podemos decir que muere sin desaparecer, y también que desaparece sin morir. Su muerte puede seguir siendo inimaginable, a pesar de que ya ha tenido lugar.
Entre la ficción literaria y el irrecusable testimonio, “La sentencia de muerte” nos proporciona el relato y su inconcebible temporalidad.
Lo que está por llegar, en este caso la muerte, no puede llagar jamás a una conciencia presente a sí misma. Incluso cuando uno se mata reflexivamente, se muere impersonalmente. El horrar no es, pues, la posibilidad de la muerte, sino la imposibilidad de morir. Es imposible morir, nos dice Blanchot. No porque la gente no muera, sino porque la muerte anula la posibilidad de la experiencia.
Hay una relación estrecha en torno a Maurice Blanchot y Jacques Derrida respecto a la cuestión del tiempo.
Si Heidegger centra la cuestión del tiempo en torno al ser-para-la-muerte, Blanchot, y en esto le sigue Derrida, la centra en un tiempo mesiánico, que apunta a la imposibilidad del morir. Un tiempo sin tiempo.
Para Blanchot, el afuera del tiempo, el tiempo sin tiempo, ha de ser pensado como pasividad radical. Como una relación con la muerte, que es la imposibilidad de morir. Que nos abre a la indeterminación y nos expone a un sinsentido sin fin.
Como resultado de todo ello, sólo nos queda una última certeza, que es concebir la muerte en su condición imposible. No hay dominación o comprensión.
El relato de la muerte es imposible. Por lo que nadie puede vivir su propia muerte. El morir no acaba de suceder, o ya ha sucedido, sin la posibilidad de que el lenguaje lo justifique. No dura, no se localiza en el hecho, y por ello no es demostrable.
Ni siquiera el propio muerto tiene la capacidad de hacer coincidir su lenguaje con su muerte, la experiencia de su subjetividad con su nefasto fin.
La circunstancia de morir, y morir, pasa a ser vida. Parte de la vida, una forma de participar en ella, pero ya no desde la indivualidad, sino desde la otredad.
Blanchot ha aprendido de Lévinas que la otredad siempre supera a la condición de sujeto, que mientras se cree uno, el otro, el prójimo o cualquier forma de otredad, se aproxima a él sin medida alguna. El otro es más que yo. El otro desborda toda presencia, todo cierre.
La relación que plantea Blanchot con lo Otro es, por tanto, una relación de la desmesura, que no estaría determinada por lo uno ni lo múltiple, sino por una ausencia de subjetividad y de mismidad que, en lugar de establecer el ser de la relación, nos entrega al devenir, al “eterno retorno”.
Del filósofo Maurice Blanchot hemos herredado la inquietud de “Lo Otro”. De pensar lo exterior. De asistir a ese afuerza escurridizo, al exceso de la otredad que nos sobrepasa.  
La muerte es una forma de esa otredad que se nos escapa. De ese Otro turbador, incalculable.

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