El no-morir en Blanchot
Maurice Blanchot, filósofo, crítico
literario y autor de relatos a veces herméticos, fue uno de los pensadores más
influyentes de finales del siglo pasado.
Una de las preocupaciones comunes
de Blanchot es la cuestión de la alteridad, que impregnan la mayoría de sus
escritos entre los años 1953 y 1965.
El concepto de alteridad está
presente desde el origen mismo de la filosofía.
El Otro o lo Otro, ha sido objeto de consideración en las más antiguas formas de pensamiento, y ha cobrado gran importancia en la actualidad. Siendo Lévinas el máximo exponente de la otredad. El filósofo de lo Otro, por excelencia. Nadie como él ha destacado el carácter absoluto de la alteridad.
El Otro o lo Otro, ha sido objeto de consideración en las más antiguas formas de pensamiento, y ha cobrado gran importancia en la actualidad. Siendo Lévinas el máximo exponente de la otredad. El filósofo de lo Otro, por excelencia. Nadie como él ha destacado el carácter absoluto de la alteridad.
El otro gran tema blanchotiano es
la muerte. Blanchot nos dice, que la muerte es sólo muerte en el mundo. El
hombre la conoce sólo porque es hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en
devenir. Pero esa muerte desaparece con mi muerte. Al morir, dejo de ser
mortal.
En la lectura y estudio de “La
sentencia de muerte” podemos apreciar como desde la ficción, desde la
literatura, se trasciende, para proyectarse a la filosofía, a la ontología, a
la estética e incluso a la ética.
Con una prosa ligera y
trascendente, Blanchot es capaz de convertir la realidad en un mundo de
ensueño, construido sólo de vida y muerte. O lo que es lo mismo, de un amor por
la vida con un fuerte apego a la muerte.
La historia se centra
principalmente en dos acontecimientos, la muerte física de una mujer y la
muerte en vida de un hombre. Estos dos hechos constituyen el fin de la historia
y el autor lleva al lector hacia estos puntos a través de un camino cargado de
una prosa ambigua y leve como la misma muerte. Los nombres están borrados, como
en Kafka. Y, el lugar donde ocurren los hechos parece ser París, pero no se
ofrecen direcciones precisas al respecto. También el tiempo es ambiguo.
La obra está formada por dos
partes, una versión especular de la otra, entre las cuales, la continuidad es
problemática.
Blanchot describe la imposibilidad
de la experiencia de la muerte. Sin duda es éste el sendio que tiene la vuelta
a la vida de “J” en “La sentencia de muerte”.
El narrador le develve la vida.
Aunque después de devolversela, “J” parece morir por deseo propio, ayudada por
él, que le administra un cóctel letal de morfina y sedante. Como si sólo así
pudiese morir. Haciéndole “responsable” de su muerte. Muriendo en él.
Hacia el final de la segunda parte,
el narrador entra en el cuarto cegado, percibiendo su presencia, yendo, en
medio de lo oscuro, hacia esa presencia de lo ausente. Todo sombra.
¿Acaso la escritura no convoca la
ausencia de lo presente y la presencia de lo ausente? ¿Acaso la escritura no es
a fin de cuentas una suspensión eterna de la condena de muerte?
Del muerto que nos da pensar la
muerte, podemos decir que muere sin desaparecer, y también que desaparece sin
morir. Su muerte puede seguir siendo inimaginable, a pesar de que ya ha tenido
lugar.
Entre la ficción literaria y el
irrecusable testimonio, “La sentencia de muerte” nos proporciona el relato y su
inconcebible temporalidad.
Lo que está por llegar, en este
caso la muerte, no puede llagar jamás a una conciencia presente a sí misma.
Incluso cuando uno se mata reflexivamente, se muere impersonalmente. El horrar
no es, pues, la posibilidad de la muerte, sino la imposibilidad de morir. Es
imposible morir, nos dice Blanchot. No porque la gente no muera, sino porque la
muerte anula la posibilidad de la experiencia.
Hay una relación estrecha en torno
a Maurice Blanchot y Jacques Derrida respecto a la cuestión del tiempo.
Si Heidegger centra la cuestión del
tiempo en torno al ser-para-la-muerte, Blanchot, y en esto le sigue Derrida, la
centra en un tiempo mesiánico, que apunta a la imposibilidad del morir. Un tiempo
sin tiempo.
Para Blanchot, el afuera del
tiempo, el tiempo sin tiempo, ha de ser pensado como pasividad radical. Como
una relación con la muerte, que es la imposibilidad de morir. Que nos abre a la
indeterminación y nos expone a un sinsentido sin fin.
Como resultado de todo ello, sólo
nos queda una última certeza, que es concebir la muerte en su condición
imposible. No hay dominación o comprensión.
El relato de la muerte es
imposible. Por lo que nadie puede vivir su propia muerte. El morir no acaba de
suceder, o ya ha sucedido, sin la posibilidad de que el lenguaje lo justifique.
No dura, no se localiza en el hecho, y por ello no es demostrable.
Ni siquiera el propio muerto tiene
la capacidad de hacer coincidir su lenguaje con su muerte, la experiencia de su
subjetividad con su nefasto fin.
La circunstancia de morir, y morir,
pasa a ser vida. Parte de la vida, una forma de participar en ella, pero ya no
desde la indivualidad, sino desde la otredad.
Blanchot ha aprendido de Lévinas
que la otredad siempre supera a la condición de sujeto, que mientras se cree
uno, el otro, el prójimo o cualquier forma de otredad, se aproxima a él sin
medida alguna. El otro es más que yo. El otro desborda toda presencia, todo
cierre.
La relación que plantea Blanchot con
lo Otro es, por tanto, una relación de la desmesura, que no estaría determinada
por lo uno ni lo múltiple, sino por una ausencia de subjetividad y de mismidad
que, en lugar de establecer el ser de la relación, nos entrega al devenir, al
“eterno retorno”.
Del filósofo Maurice Blanchot hemos
herredado la inquietud de “Lo Otro”. De pensar lo exterior. De asistir a ese
afuerza escurridizo, al exceso de la otredad que nos sobrepasa.
La muerte es una forma de esa
otredad que se nos escapa. De ese Otro turbador, incalculable.
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