Después de media vida en el extranjero, regresé a mí país de origen. Un país que apenas conocía, excepto como lugar de vacaciones. Y en esas ocasiones siempre me había parecido tercermundista. ¿Pero, qué no hace una por amor? Y aunque ese amor no resultó ser tal, me abrió un mundo nuevo e inesperado junto a mi hermana Rosy.
Desde un principio hubo una complicidad bastante inusual y atípica entre dos hermanas que se llevaban catorce años. ¡La admiración era mutua! No había nada que no compartiésemos.
Después de cinco años, aburridas de tanta vida discotequera, de tanto esquivar drogas y alcohol, de tanto esquivar a la vida y a sus tentaciones, quisimos conocer otras historias, otras cosas. Así llegamos un día cualquiera, casi por casualidad, a una pista de patinaje. Lo pasamos tan bien que decidimos repetir. Y acertamos porque patinar, caerse y levantarse y terminar doloridas se convirtió en nuestra principal diversión.
Con el tiempo hicimos buenos amigos, gente con la que coincidíamos cada fin de semana. Entre ellos había un grupo de patinadores que se dedicaban a la espeleología, el barranquismo, la escalada y actividades similares.
Normalmente solían practicar cuando el tiempo y las obligaciones no se lo impedían en Patones y de vez en cuando realizaban algunas travesías más arriesgadas. Era un grupo peculiar, sano y divertido. Bastante pintoresco, formado por estudiantes, secretarias, albañiles… y luego nosotras dos.
Semanas después nos picó la curiosidad y ambas aceptamos la invitación de José y Carmen para pasar el día en Patones.
Por primera vez practicamos rapel, y a pesar de tener un miedo horrible, yo más que Rosy, el chute de adrenalina pudo con todo.
Salimos por la mañana temprano y regresamos de noche, exhaustas, pero con un sentimiento de plenitud y satisfacción indescriptible. Nos gustó mucho, muchísimo, tanto que nos apuntamos a todas las escapadas que podíamos.
Con el tiempo éramos capaces de hacerlo con los ojos cerrados, tal cual os lo cuento.
Poco a poco nos hicimos con el equipo necesario, y ninguna cueva, ningún barranco, ninguna pared se nos resistía, siempre y cuando estuviese dentro de nuestras posibilidades y conocimientos. Una cosa era divertirse y otra arriesgarse tontamente.
Lejos quedaron nuestros días de discoteca. Y aunque seguimos manteniendo nuestras viejas amistades, las prioridades habían cambiado, dando más importancia al patinaje, a nuestras escapadas a la naturaleza y a ese gran chute de adrenalina cada vez que superábamos un reto. Todo ello nos aportaba una vida mucho más sana y segura: Al menos así nos parecía.
Después de un año las escapadas en fines de semana o puentes se nos quedaban cortas, y decidimos planificar unas vacaciones con ocho amigos; todos ellos mucho más experimentados que nosotras. El plan era subir hasta los Pirineos, atravesarlos y terminar haciendo barranquismo.
En un principio sólo me habían concedido cuatro días de vacaciones por lo que únicamente podía participar en el ascenso a los Pirineos, luego regresaría a casa. Rosy se quedaría con el resto del grupo para bajar el barranco.
Después de muchos dimes y diretes, de muchos tiras y aflojas camelé a mi jefe para que me diese los días suficientes y así poder participar con todos desde el principio hasta el final. Ya nada ni nadie nos impediría comenzar con los preparativos. Ambas estábamos muy entusiasmadas e ilusionadas. Iban a ser nuestras primeras vacaciones juntas con mochilas, tiendas y demás.
Lo planeamos todo minuciosamente. No queríamos dejar nada al azar, así que también nos federamos en el CSIC por si sufríamos cualquier percance y no pudiésemos regresar por nuestro propio pie. Además, preparé un botiquín bastante profesional, por algo era enfermera.
Por fin llegó el día. Nos reunimos en Atocha con el resto del grupo. Al principio íbamos a ser diez, pero algunos tuvieron que adaptarse a sus familias, y no pudieron venir. Estas cosas es lo que tiene el mes de agosto. Sólo quedamos seis: José, Carmen, Mariano, Marisa, Rosy y yo. José y Carmen eran los más experimentados. Fue con ellos con los que nos iniciamos y con los que más escapadas habíamos compartido. Mariano tenía veintiún años, uno menos que Rosy, y nos conocíamos de patinar en el Retiro. ¡Era un gran tipo! A Marisa la conocimos ese mismo día y es con la que menos afinidad teníamos. Pero fue precisamente Marisa la que tuvo que ir con nosotras en el coche. Carmen, Mariano y Jose iban en el otro.
Después de cinco horas y unas cuantas paradas llegamos a nuestro destino. Sacamos nuestros equipos, nos preparamos y comenzamos el ascenso a los Pirineos.
Fue un ascenso duro. Yo era una fumadora empedernida y durante el ascenso no sólo me fastidió la fatiga, sino que encima me afectó la altura, produciéndome un dolor de cabeza espantoso. Cuando llegamos a la explanada, donde íbamos a pasar la noche, tenía un humor de perros y cara de pocos amigos. Sin prestar atención a nada ni nadie me limité a montar la tienda mientras Rosy preparaba algo caliente. Acto seguido me retiré y el resto del grupo, incluida Rosy, se quedó un rato alrededor de la hoguera que habían encendido. Sólo les faltaba marshmallows para parecer el típico fuego de campamento.
Al día siguiente estaba como nueva, con la energía y alegría que me caracterizaba. Rosy, a pesar de estar disfrutando mucho, ya empezaba a estar cansada. Eso se notó en el descenso, bajaba distraídamente y se resbaló. Antes de precipitarse montaña abajo, la agarré fuerte de la muñeca y sonriendo le dije “ya sabes, hermanas unidas jamás serán vencidas”, y ambas nos echamos a reír. Durante seis años ese siempre había sido nuestro grito de guerra. ¡Pasase lo que pasase siempre estaríamos unidas!
Terminada la travesía regresamos a los coches y bajamos al camping desde donde íbamos a bajar el barranco y seguir por el cauce del río.
Por la tarde nos dimos una vuelta por los alrededores y nos acercamos hasta el local donde alquilaban cualquier cosa que se necesitase en la montaña, incluidos los neoprenos.
La convivencia en casos extremos no es fácil. Surgen roces, diferencias y palabras que en otras circunstancias no diríamos. Y pasó, pasó que Rosy y yo discutimos por una tontería. Se dio media vuelta saliendo del chiringuito diciendo algo así como que estaba desganada y que no iba a alquilar el neopreno. Que no tenía ganas de bajar el barranco. En resumidas cuentas, no le apetecía. Era su manera de vengarse por aquellas palabras que nunca debí pronunciar.
¡No me lo podía creer! habíamos planeando esto durante mucho tiempo y ahora, por una tontería, no quería bajar. Me armé de valor y fingí enfadarme muchísimo. No daba su brazo a torcer. Menuda era Rosy. Intenté convencerla y sabía cómo. Le dije que si ella no bajaba yo tampoco. Sonrío. Asintió con la cabeza y nos abrazamos fuertemente. Ambas sabíamos qué hacer para convencer a la otra.
Pillamos los neoprenos, preguntamos por las condiciones climatológicas y la dificultad del barranco. Todo estaba bien. No habría problemas. Nos confirmaron que el tiempo era bueno y estable y que se trataba de un barranco de poca dificultad, en el que incluso se iniciaban allí los niños de siete y ocho años, algo que ya nos había contado José cuando planeábamos estas vacaciones. Cogimos los neoprenos y nos fuimos.
Esa noche todos nos acostamos muy pronto. Queríamos estar descansados y disfrutar del día que nos esperaba.
Por la mañana tomamos un desayuno ligero. Cogimos los frutos secos, las barras energéticas, proteínas de todo tipo y llenamos las cantimploras. Colocamos llaves y documentos en el bidón estanco. Nos pusimos los bañadores debajo de unas mallas. Apretamos fuertemente los cordones de las botas. Cogimos todos los utensilios necesarios y marchamos rumbó al barranco. Allí nos pusimos los arneses. Preparamos las cuerdas y bajamos uno a uno.
Una vez en el barranco, nos colocamos los neoprenos, hicimos algunas fotos y entre risas y bromas comenzamos a bajar por el cauce del río. A Rosy le tocó cargar con el bidón estanco.
Había muy poca agua y prometía ser un paseo bastante ameno. Lo que nos habían dicho. Dificultad cero. Lo que nos venía muy bien a todos en general y a mí en particular. El agua no era precisamente el elemento que más me atraía. No era buena nadadora y en las profundidades me entraba un pánico irracional. Sin embargo Rosy era una excelente nadadora y disfrutaba mucho en los tramos que teníamos que cruzar a nado.
Tardamos más de lo esperado, así que, con cierta premura, nos metimos algo al cuerpo y continuamos la marcha. No anduvimos ni diez pasos cuando comenzó a granizar violentamente. José, Carmen, Marisa y Mariano corrían como si les persiguiese el mismísimo diablo para cobijarse bajo una roca saliente. Era tan graciosa la escena que nosotras dos nos partíamos de la risa. Al fin y al cabo era una simple granizada. Tampoco era para tanto, aunque la piedra que caía fuese como pelotas de ping-pong. Había cosas que te hacían más daño.
Una vez que escampó retomamos la marcha algo más deprisa. Habíamos decidido andar sólo un poco más y salir del cauce en cuanto pudiésemos por si caía otra granizada. Nunca se sabe con certeza lo que se cuece en la montaña.
Estábamos en una explanada con el agua por los tobillos cuando de pronto noté cómo Rosy se tambaleaba, enseguida la agarré y la sostuve hasta que recobró el equilibrio, diciéndole sonriente que pesaba tan poquito que una pequeña corriente de nada le hacía perder el equilibrio. Fue terminar esa frase, ver sus ojos de complicidad y encontrarme debajo del agua dando vueltas y vueltas. Empecé a mover los brazos y las piernas sin saber adónde me dirigían. No veía nada. Todo era barro y oscuridad. No sabía si estaba nadando hacia la superficie o hacia el fondo. Me paré un momento. Estaba exhausta. Ya no podía contener por más tiempo la respiración. ¡Esto era el fin! ¡Mi fin! Sin luz blanca. Sin túnel. Sin remordimientos ni temores. Sin recuerdos. Silencio, vacío y, después, nada.
No sentí miedo. Era inevitable. Nada podía hacer. A punto de darme por vencida note una mano en mi pierna que tiraba con fuerza de mí. ¡Yo Estaba nadando hacia el fondo!
Segundos después me encontré sujetada por José contra un saliente. Se había tirado a por mí. Agotada, apenas tenía fuerza para respirar y agarrarme por mí misma a la roca.. Jamás había visto la naturaleza tan salvaje y peligrosa. ¡Era terrorífico! ¡El fin del mundo! El agua, un reguerillo de nada, que recordaba tranquila y cristalina, se había convertido en barro, piedras, ramas y caos. Pero lo peor era la corriente, que en cualquier momento podía arrancarnos del saliente. José dijo que no era seguro quedarse allí y que teníamos que nadar unos metros hasta una explanada que se veía a una pequeña distancia. Estaba muerta de miedo y sin apenas fuerzas. Meterme en el agua…, era un suicidio. Lo cierto es que no quedaba otra. Pronto me fallarían las fuerzas en las manos y me caería sí o sí al barro y la corriente me arrastraría a saber dónde. En aquél instante empezó a sonar en mi cabeza knocking on the heaven's doors. Dejé de sentir miedo. Pensé que no había cura para la vida, o tal vez lo que no había cura era para la muerte. Así que, con determinación, para curarme de lo que fuese, me solté del saliente. Eran solo unos metros. ¡Qué importaba! La corriente no nos dejaba avanzar. Pensaba que no iba a conseguirlo, y una vez más dejaría de respirar, de pensar y de sentir. No había nada nuevo para mí. Finalmente, no sé cómo, moví brazos y piernas. Seguí la estela de José y ambos nos pusimos a salvo.
Una vez recuperado el aliento intenté averiguar dónde estaba Rosy. Desde nuestra roca sólo podía ver a Carmen y a Marisa agarradas a otra roca. Grité el nombre de Rosy para que supiese que no me había pasado nada. Para que se quedase tranquila. No oí nada.
Tampoco podíamos reunirnos con Carmen y Marisa. La corriente seguía siendo demasiado fuerte como para intentarlo. José intentó tranquilizarme y me explicó que pronto bajaría la corriente y podríamos reunirnos y salir lo antes posible de allí.
Al poco tiempo vi como el agua y el barro empezaban a calmarse y a bajar el caudal. Pronto me reuniría con Rosy. Menudas risas que nos íbamos a echar juntas después del miedo que habíamos pasado. Siempre que lográbamos vencer un obstáculo en nuestro camino solíamos terminar riéndonos de nuestra suerte. Estaba convencida que en poco tiempo saldríamos las dos de allí. Montaríamos en el coche y nos marcharíamos a casa dónde ya nos estaban esperando.
De pronto vi bajar algo. A medida que bajaba se veía el bidón estanco y a su lado una persona. Parecía ser Rosy. Pues claro, tenía que ser ella. Ella era la encargada del bidón. ¡Qué suerte! ¡Qué alegría! El bidón hacía función de un salvavidas, lo que le facilitaría el nadar en la corriente que había disminuido considerablemente.
Empecé a correr hacía allí para ayudarla a salir.
¡Ya pronto estaríamos de nuevo juntas!
Cuando llegué, tiré de ella. No se movía. Tenía los ojos abiertos, pero no se movía. ¿Por qué no se movía? Tiraba y tiraba, y no podía con ella. De pronto noté la presencia de José a mi lado y juntos tratamos de arrastrarla a la orilla con fuerza. Fue en ese momento cuando nos percatamos que debajo de Rosy había alguien más. Era Mariano con una herida profunda en la cabeza y sin vida. Estaban anclados uno al otro. José cortó la cuerda y saqué a Rosy del agua. Seguía con los ojos abiertos. La hablaba, la miraba, la acariciaba, pero no había ninguna respuesta.
Era normal que no reaccionase. ¡El agua estaba helada! Solo necesitaba entrar en calor.
Gritaba su nombre una y otra vez, dándole calor con mi propio cuerpo y esperando alguna reacción. No podía creer lo que estaba pasando. No podía ser. No me podía pasar esto a mí. No podíamos terminar así. Era una pesadilla, un mal sueño que se desvanecería cuando me despertase.
¡Algo estaba mal!
No, no podía ser. Yo debería estar ahí y no mi hermana.
¿Qué había hecho? ¿Por qué tuve que convencerla? Nada de esto hubiese sucedido.
Ni siquiera tuve la oportunidad de haber estado a su lado. Ni siquiera pude hacer nada.
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