lunes, 21 de noviembre de 2016

María Zambrano

                                              












Dios no es la fuente de una promesa, ni la amenaza de condenación: es el todo sin fronteras que incluye la nada;la nada del alma, por el amor[i].  
  





La civilización moderna, materialista y técnicamente desarrollada, es hostil a la búsqueda de otra realidad que no sea la que pueden medir sus aparatos. Cualquier manifes­tación de una realidad distinta es rápidamente negada y etiquetada: se trata de una alucinación del inconsciente colectivo, del delirio existen­cial. Y sin embargo, esa otra realidad es inextinguible y aflora tercamente cada día en los más variados terrenos, no sólo en el alma de quien la busca incondicionalmente sino también en las distintas ciencias que determinan esta terca civiliza­ción moderna[i].

     Paulatinamente el hombre ha ido sumergiéndose en una creciente ignorancia de la dimensión espiritual. La antigua filosofía en general[ii] encierra un saber que permite descubrir tal dimensión. Este saber se apoya en presupuestos propios que la ciencia moderna no tiene ni es capaz de tener en cuenta porque es el dominio de <<la conciencia, dominio netamente humano, donde lo divino no interviene, ni se refleja; la conciencia que busca y necesita de la soledad>>[iii].
     
    Partiendo de estas premisas específicas, María Zambrano estudia al hombre no exclusivamente como animal racional o al cosmos (¿debería acaso llamarlo divinidad, providencia, ser, uno, naturaleza, logos..., Dios?) como única realidad, sino que profundiza en el origen del misterio del ser humano; en la historia del origen de dicho misterio; de la creación entera; del naci­miento de los dioses y de las relaciones entre aquéllos, los hombres (aunque más propio sería decir los filósofos y en su defecto los poetas y los dramaturgos), y éstos, los dioses.
      
    Zambrano centra su especulación, siempre rigurosa a la par que pertinen­te y fructífera, en la tradición; consideran­do que el propósito y meta final de todas sus ciencias (me estoy refiriendo a las ciencias de la tradición) es la de operar la metamorfosis completa del hombre, su regeneración y relación, descubrimiento y re-descubrimiento, creación y re-creación, con los dioses. Estas ciencias son aspectos y aplicaciones, a veces útiles remedos, del Saber, cuando no existía ninguna especi­ficación que tuviera que ser significa­da, quizá porque el todo no formaba más que uno.
    
    La tarea de las mitologías en primer lugar, luego de la poesía y la tragedia y, finalmente, de la filosofía, era la de guiar al hombre desorientado en este mundo de la manifes­ta­ción en forma variante, a la unidad consciente de todo cuanto existe, a la vez eterno e infinitamente igual y distinto. Era un fenómeno casi espontáneo que implicaba aspectos difíciles de explicar. Con matices intemporales, eternos y efímeros a la vez. Era una representación infinita y mágica del tiempo, del espacio, del movimiento, de lo que parece ser [real]: del cambio. Una corazonada inconscien­te, que se muestra desprovista de tabúes; impregnada de inspira­ción; semioculta por los finos velos de una aparente, aunque ilusoria <<contradic­ción>>, dado que <<la realidad no aguarda, sino que ha de descubrírsele al hombre>>[iv]:


                     Todo sucede como si el hombre mendigara su ser a lo largo de la historia. Las formas de su poderío cuanto más espléndidas más delatan la necesidad que se esconde bajo ellas. Sólo al llegar a un cierto punto comienza a exigir y deja de mendigar. Enton­ces comienza la filosofía, hija de la exigen­cia[v].

     Para mí, esa <<corazonada>>, rebosante de misterio, es algo fundamental en el pensamiento de Zambrano. Es la consecución del estado de <<soñar perenne>>. Y aunque cada época posee sus propios cánones, al final siempre se pretende lo mismo: suscitar nuestro deseo para hacernos soñar y, ¿qué es la esperanza sino el deseo de que los sueños, siempre íntimos pues sino no serían sueños, se hagan realidad?
  
                       Porque parece ser que el hombre es la criatura que ha de soñarse a sí misma y que ese <<proyecto>>, ese <<cuidado>>..., sea no más que la práctica, la realización de ese ensoñarse su propio ser[vi].

     El empuje de su lectura se hace demasiado violento y no es posible substraerse a la necesidad de escribir. No hace falta empezar por el principio, sino por alguna parte, por cualquiera, el caso es empezar. Leer a María Zambrano y escribir van juntos. Añado, suprimo, doy nueva forma, tacho conforme voy leyendo, vuelvo a escribir acerca de lo que ya he leído; vuelvo a comenzar lo que ya había empezado. Su lectura viene guiada, dirigida, fecundada por la escritura: cuanto más escribo, más sé lo que está buscando, más sé lo que estoy buscando. Cuanto más leo mejor comprendo, mejor comprende, el significado y la relevancia de lo que encuen­tro, de lo que ella no encuentra. Y lo que busca y no halla es esa realidad que no se hace presente[vii], que no se articula, que no es perceptible, y que está ahí, en el principio, en el transcurso, en la causa, en la forma: en el pensar[viii]. Sólo queda la esperanza de hallar-la-[realidad], en el frenético delirio[ix] del transcu­rrir, producto quizá del vértigo, de la náusea, de la nada, del simple deve­nir[x]; del cambio, de aquello que parece ser y que sin embargo no-es, <<pues locura es enajenarse, hacerse <<otro>>, mas no del todo, que sería cambio, aunque inesperado, anormal. Hacerse el que no se es sin lograr serlo>>[xi], o que sujeto a su consti­tución original engaña sutilmen­te a la percepción haciendo difícil, si no imposible, la comprensión del principio de no-contradicción:

                                  Son las propias esperanzas humanas, incluida la esperanza suprema y casi siempre oculta de que nuestra vida, sin dejar de ser vida y nuestra, tenga los caracteres que le faltan y que le son contradictorios: identidad, realización total y completa, realidad total[xii].

     Delirio del pensamiento; supuesto desequilibrio de la razón que, habiendo conocido la realidad[xiii], no halla palabras adecuadas para describirla. Palabras que son números, o números que son ideas. O ideas que son melodías; melodías que se repiten sin cesar. Preten­dida armonía de los contrarios, armonía que es continuidad[xiv], rigurosamente cierta e increí­ble; a veces indecible, otras incomprensible y siem­pre... igual a sí misma:

                        Si el intelecto es vida en acto, actuali­dad pura e impasibilidad, eso otro de la vida humana es lo contrario: pasividad, padecer en toda forma, sentir el instante que gota a gota pasa, sentir inapelablemente el transcu­rrir que es la vida, padecer sin tregua por el hecho simple de estar vivo, que no puede reducirse a razón. Sentir la multiplicidad, la discordancia, lo heterogéneo aun en sí mismo -si es que hay <<mismo>>, en ese estrato de la vida-, sentir lo que no se dice, estar condenado al silencio. ¿Podría la razón hablar por todo esto?...
                      Y no sólo los semiseres y el tiempo, sino también la muerte, que no siendo vida ocurre en la vida; la muerte y los muertos, es decir, todo lo que de un modo u otro está en otro plano que la vida lúcida de la concien­cia; lo que no se sabe, <<lo otro>>[xv].

     Uno después del otro, y después otro más y antes, la nada, la nada que es <<otro>>[xvi] o lo que posibilita la constitu­ción de <<lo otro>>, o no es nada, pero <<es>>, y lo que es ya no es uno ni otro ni es nada, pero es: es presen­cia y es instante. Es la necesidad de cons­truir un objeto y subsumirlo en el sujeto. Es la necesidad de buscar a los dioses para encontrar-se y encon­trar-se para borrar lo<<o­tro>>, o <<el otro>>, para así poder crear el objeto primero de su irreduc­tible formulación y acusar a este sujeto creador, que es idéntico a sí mismo, de <<impiedad>> por violentar la vida del hombre librándola de la muerte[xvii]:

                     Mas (...) Piedad es saber tratar con lo otro. Porque tratar con lo otro es simplemen­te tratar con la reali­dad. Realidad es la <<contravoluntad>> (...), es decir, lo que me circun­da y resiste. El pensamiento filosófico lo ha sabido bien desde su misma raíz, desde esa pregunta en que el filósofo ha conser­vado el asombro infantil y que delata lo extraño que el ser llamado hombre se siente, lo extraño antes que ninguna otra cosa...
                      ... Antes que los dioses se presentaran ante los hombres, la realidad estaba confor­mada de alguna otra manera, es decir, no lo estaba todavía y ante su inmensidad, el hombre, extraño y confundido, se dirigía verificando algunas acciones específicas, acciones sagradas, <<trato con lo otro>>, en que aparece esto que llamamos piedad[xviii].

     Es la conversión al ser; es ir al encuentro del ser, la reducción del ser a la unidad. Tomar conciencia de la precariedad de la vida, de nuestra vida, de todas las vidas; presente en su discontinua alteridad, pero no abarcante por esconder la realidad, y así, hacernos pensar si el hombre no irá en busca de su identidad más allá de sus pasiones, más allá de los sucesos de su vida; sino irá buscando esa identidad pura y libre que le confiera el carácter de ser sujeto de lo que pasa, pero no simple paciente de su pasar. Es el temor por lo que vendrá, por lo que se encon­trará; por lo que es, por lo que nunca fue. Es la unión con lo esperado y con lo soñado, con lo impercep­tible­mente vivido. Es esa fuerza que nos atrae y que nos impulsa, que nos devuelve y que nos convierte, que nos amenaza y que nos dispersa entre los múltiples vericuetos de la razón que conforman los sentidos y delimitan la acción, la alocada acción, en fin, la libertad <<... en ese momento decisivo en que el hombre se atreve a expresarse>>[xix]
     
     Son los laberin­tos re-construi­dos entre las idas y las venidas. Entre Heráclito y Parménides. Entre Platón y Aristóteles. A través de Plotino, de San Agustín, de Descar­tes, Kant, Fichte, Hegel, Nietzsche, Comte, Kierkegaard, Sartre... También Marx, sí, también Marx. Y más cerca de nosotros Unamuno, Ortega y Zubiri. Todos con el mismo propósito, con el mismo anhelo, con la misma inten­ción: la búsqueda de la comprehensión, de aquello que corresponde a la realidad, o con la realidad, o con una parte de la misma, que no excluye otras interpre­taciones de ella, o de sus partes (¿tiene la realidad partes?), porque su carácter no está significado sólo por la ambigüedad sino también por la presión de contri­buir, de continuar y de abrirse a lo indescifrado, no por desconocido sino por infinito e inmenso.


     Es el enigma del hombre, que es el existir, que es el ser. Del Ser Real y del ser siendo. Amenaza que nos obliga a transfor­marla, a cumplir con lo pactado y realizarla, buscando al descubrirla la posibilidad de mantener-la-[reali­dad] oculta. Una realidad que es confusa y sin medida. Castigo de dioses. Deseo, pasión, delirio de creación, locura de la razón.
     
     Profunda y exquisita incomprensión de la desnuda (también cruda) realidad, ante esa realidad primera indesci­frada, que no se ha dado a sí misma sino como inmensi­dad y enig­ma. Delirios[xx] plenos de angustia y de vacío, de lo innom­brable por increíble. Angustia que redime la existen­cia manipulando la costumbre o la creencia. Vértigo incontro­lado por ver, por haber visto lo prohibido, <<mas hay otra situación esencial de la vida humana: ver y ser visto; mirar y sentirse mirado: El conocimiento que es necesidad de ver nace de una necesidad, la inmediata de tener que andar entre las cosas>>[xxi]. Patética configura­ción de los supuestos misterios que nos han acompa­ñado y que nos han transmitido. Misterios que son origen y culto, misterios que converti­mos en ritos, casi nunca inmortales, pero sí eternos en cuanto sagrados[xxii] ¿Acaso lo sagrado no es una cualidad de los dioses? Misterios que por puro simple se confunden y se ocultan, se pierden y se contra­dicen, se transforman, se revelan.
     
    Sin embargo, es precisamente aquí donde todo parece abrirse de repente de un halo de incertidumbre, pues <<todo lo que rodea al hombre y él mismo es arcano>>[xxiii], y empezamos a presen­tir lo inefable, que no es otra cosa que la realidad, dada inmediatamente como siendo, no es que sea tal o cual cosa, sino que es. Encontrándonos junto a una inclinación multise­cu­lar que es una llamada profunda, que es casi como una nostalgia metafísica, yo me atrevería a decir que es una nostalgia existencial; una dificultad concomitan­te, una tensión entre fuerzas opuestas que de algún modo intentan descubrir la realidad, que no tiene que ser precisa­mente racional o científica, o meramente especular o intuiti­va:

                           Todo sucede como si el hombre mendigara su ser a lo largo de la historia. Las formas de su poderío cuanto más espléndidas más delatan la necesidad que se esconde bajo ellas. Sólo al llegar a un cierto punto comienza a exigir y deja de mendigar. Entonces comienza la filosofía, hija de la exigencia.
                          La pregunta en que nace la filosofía es la concreción de la existencia; sin embargo, al ser pregunta sigue siendo demanda, petición. No va dirigida a nadie, a nada. El hombre se demanda a sí mismo; se exige[xxiv].

     Inútil sería buscar allí una doctrina filosófica y no por ello deja de ser una reflexión virtualmente racional sobre el contenido y las aspiraciones de la civilización en una sociedad [cualquiera] y en una época indeterminada, donde nacen unos ciertos preceptos subordinados a una concepción general de la justicia, la libertad, los dioses, la moral, los ritos, los dogmas: las costumbres. Una concepción que tal vez fue, es, caprichosa, y cuya significación última estuvo, está, guiada por una visión instrumentalizada del orden natural y social. Un intercambio equitativo de servi­cios y contrapres­taciones dentro de un mismo medio en los márgenes de un estricto orden conceptual. Concepciones frágiles e inestables pero que traducen una cierta reflexión moral hacia la independencia en general, que predisponen favorablemente hacia una determinada condición que bien se podría expresar en una clara y decidida actitud ante la vida. Concepciones que vienen a representar el papel de juicios morales o si se prefiere una expresión de aparien­cia menos comprometida, de juicios de valor, incluso de juicios universales sobre la conducta y que expresan una perspectiva de conjunto en cuanto al destino humano[xxv], siempre el mismo.

     Representación universal, conflagración sistemáti­ca, reduc­ción epistémica. Especulación oportuna, a veces creado­ra, otras definiti­va, algunas necesaria, hasta podría llegar a ser gratuita: <<En principio, el infierno era, ha sido simplemente la vida>>[xxvi].
     
    Temporalidad sostenida por la nada, que no es, mas no del todo, que sería cambio, aunque inesperado, anormal, y por eso invita a ser, a ser lo que no se es. Es como la hipérbole existencial causada por la inescrutabilidad de la vida [humana], de la vida en general. Vida que no es vida sino locura; locura porque es <<hacer­se otro>> y ese otro no puede ser sino yo-mismo, es <<Hacerse el que no se es sin lograr serlo. Tal sustitu­ción no lograda de la personalidad ha de ir precedida de un desmo­ro­namiento de lo que es textura, ser en la vida humana. Y si eso se produ­ce sin la destrucción total, es el infierno en que el que va a ser <<loco>> -hacerse otro- gime, a veces toda la vida[xxvii], sin llegar a ese punto que se entiende por locura, en que aparece la completa sustitu­ción de la persona­lidad[xxviii].

     Una vida humana <<producto de la activa época>>[xxix]. Una vida humana desarraigada, condenada a vivir en este infierno pasajero, recordando su historia u olvidando su contrario que es el <<otro>>, haciéndose nada él mismo, porque <<invita a ser y no lo tolera>>[xxx]. Gimiendo en la sombra de su nada por su existencia que fue eterna, pero no por pretender vivir sólo desde la conciencia, sino por vivir sin ella. <<Pues el vivir según la conciencia nos hace conscientes de la vida, de <<nuestra>> vida, no la aniquila, simplemente la objetiviza>>[xxxi].
     
   Es esa lucha contra las formas y los nombres hasta lograr su desaparición mediante la comprehensión de su ori­gen, a través de un peculiar isomorfismo entre el lenguaje y la realidad que Zambrano lleva a cabo tratando de desprender­se del bagaje solipsista con el que se cubren las tendencias asumidas como propias; entre los conceptos <<conocidos desde siempre>> y los conceptos <<vividos>>, <<aprendidos>>[xxxii], que son todos los conceptos <<senti­dos>>, o más bien a pesar de los sentidos, que son los sufridos; es el inevitable producto final del proceso del sentimiento de diversidad objetiva, que no es otra cosa que la reconstrucción metódica, <<armo­niosa>>, de los contra­rios, de lo que se conoce y de lo que se siente. Contrarios que no son propiamente contrarios, al viejo estilo aristoté­lico, porque no se excluyen, sino que se <<complemen­tan>>, cohabi­tando en su plena actualidad o en su pura potenciali­dad; siempre igual, a pesar de ser constante e indiscutible; inamovi­ble porque ni siquiera es pensante, o pensada. Actualidad (o potencialidad, en este caso daría lo mismo) irreductible e indepen­diente de todo espíritu o de todo <<Espíritu>>; que no siente[xxxiii] porque es, aunque ahora sea nada, pero es, sin que la pretensión de ser sea absoluta o relati­va.
    
    Es el delirio del equilibrio, frenesí de la locura; fuerza cósmica sin principio ni fin. Percepción directa[xxxiv]; quizá es la incomprensión. Participación sobrecogedora de todas las características de lo existente, de lo que existe y de lo que no-existe; no es, ni no-es; ni es ni no-es. No se compone de partes ni es indivisible, ni las dos cosas al tiempo. Es la verdadera visión de mezclarse con la realidad y residir en ella.
     
    Y lo otro, <<lo uno y lo otro>>; lo semejante, lo contrario, los demás..., producto de la instruida insensatez, es la aparición misteriosa de un ego engañoso entre lo inteligente y lo invisible, entre tú y yo; entre el origen y el objeto, entre la causa y lo causado; entre lo simple y lo complejo; entre lo inteligible y lo meramente descriptivo. Sentimiento del <<yo>> y de lo <<mío>>, de la envidia, de la piedad, del sacrificio, de la esperanza que se espera que se convierta en certeza. Interdependencia de lo <<tuyo>> y de lo <<mío>>. Sin la posibilidad, sin la capacidad de destruir a <<uno>> o a <<otro>>, o a los dos, pues sería la causa de la destrucción de lo <<mío>> y, tal vez, también de lo <<tu­yo>>; sería la destrucción del semejante y del tiempo, del cambio y del movimiento. La destrucción de la envidia, de la indivi­duali­dad, de lo personal: la destrucción de la diferen­cia. Quizá sea nuestra penitencia. De esta manera cuando la codicia y la envidia surgen se crean oleadas de violencia y maldad, con un inevitable resultado: el sufrimiento[xxxv].
    
    Pero el sufrimiento, en sí mismo, no es malo, porque el sufrimiento, tan odiado y temido por todos los hombres es el único antídoto que neutraliza en nosotros el veneno del mal. Cuando, bajo poderosos golpes, amanecen en nuestra conciencia vislumbres de su causa, nuestra vida en vez de descender cada vez más, comienza a volver hacia arriba y sube por la parte ascendente del arco de la evolución personal. Es entonces cuando realmente comienza la búsqueda de la verdad. De esa verdad que se llama Ser real, Espíritu, YO, Dios..., y que son nombres diferentes para la [misma] realidad, que está presente siempre y en todas partes. Así nos lo muestra Zambrano a lo largo de la historia. Una realidad, o la realidad, que está presente, por lo tanto, en nuestra propia conciencia, por eso la buscamos, aunque casi siempre fuera de ella.
     
    Mas cuando se deja de reconocer a nuestro <<ego>>, ¿cuál sería el motivo para seguir haciendo el mal? Cuando el <<ego>> desaparece todo mal (y la envidia no puede ser sino un mal, pero no un mal sagrado[xxxvi], sino estrictamente humano, aunque hayan sido los dioses quienes nos la enseñaron, como todo) se va con él. De tal forma esto es así que el <<yo>> sólo puede tener una <<realidad objeti­va>> aparente; de hecho, sin embargo, no tiene ni existencia subjetiva ni realidad objetiva. Ahí radica el <<error>>. Tratando de hallar puntos y principios comunes para no detenerse en las posibles diferencias, que no las hay. Es el sueño de la vigilia; el sueño con el sueño. Es el sueño más profundo. Es la esencia eterna y universal que constituye la verdadera identidad del hombre: revelarse por lo que se es, por lo que se ve, por lo que se siente. Es la visión de ese mundo interno. Interno y omniabarcante, en última instancia, omnipresente. Es la búsqueda de una concepción de la vida final y absoluta.
    
    No hay necesidad de pensar. No hay necesidad de volver al mundo de las sombras[xxxvii] y las ilusiones: al mundo de las esperanzas. Sólo se requiere el silencio, el silencio de la mente que es el silencio del pensamiento, el silencio de la palabra, que es el silencio de la acción..., actividad total sin inercia. Ese silencio en el que no hay ni <<yo>> ni <<>>, ni tiempo, ni espacio, ni movimiento. Un silencio que nos habla perpetuamente. Un fluir perenne del <<lenguaje>> interrum­pido por el habla, porque las palabras destruyen este <<lenguaje>> mudo. Es el lugar de la soledad que se convierte en una actitud del ánimo: en el estado natural sin concep­tos. Es entonces cuando las fronteras entre el <<pasado y el futuro>> se desvane­cen. La apertura del ahora se realiza. El tiempo deja de ser tiempo, el espacio abandona su esenciali­dad y el movimiento se retrotrae. Las puertas de la Eternidad desapa­recen y la noción de límite deja de tener significado: ya no hay ocultamiento que se oculta. Los velos de la apariencia se dispersan y la ilusión de una existencia separada ya no es el principio de la causalidad. Todo está ajustado y unido, correspondiéndose lo <<uno>> a lo <<otro>> en plena armonía, como siempre. Sólo las palabras fallan al querer expresar lo que se ve, lo que se está mirando, lo que te está contemplando. Meros fragmentos quedan en la mente, que sirve como medio de reunir estos fragmentos y transfor­marlos en pensamientos y palabras coherentes. Pero entonces ya no estamos <<ahí>>. Es la visión del espejo de la vida propia que no nos vemos al verlo. Es la visión del semejante en el espejo de la vida propia, visión, por otra parte necesaria porque el hombre necesita verse y sólo puede verse contemplando a los demás. Es la búsqueda de sí mismo porque el hombre busca verse, y vive en plenitud cuando se mira a través de la imagen del prójimo.
     
    Es como una corriente extraña y poderosa que se despier­ta en la conciencia. Una cierta expectación que se mantiene más allá, más acá, de toda atención, de cualquier concepción. Es como el relámpago que repentinamente ilumina el horizonte o debería decir el firmamento, porque está firme. Uno se anonada y se aterrori­za por un momento ante la realidad vista, pues está fija. Es la ceguera reflexi­va e impersonal o la falta de vista temporal. Luego, la visión clara, <<pasión incompleta la del hombre que no haya vivido su hora a la manera humana, lejos de todo y sin sombra. Entonces nace a la soledad, algo ya imperecedero. Pues no se verá en el semejante, ni tendrá nada de él>>[xxxviii]. Son sombras de irreali­dad. Subidas y bajadas, vuelos y caídas, luz y tinieblas: Destino. Entonces el horizonte de visión alrededor del ser, alrededor de la realidad, se aclara. El hombre encuen­tra, allí igual que aquí, las mismas posibilidades y ayuda para escapar de la esclavitud o de la dicha, de la enojosa o agradable personalidad de[l] uno.
 
     Con la misma facultad con que el hombre razona y tiene por real cuanto le rodea, y advierte las exigencias de conducta que esa realidad compor­ta, sabe que los dioses trascienden por completo a todo ser. En este sentido se puede decir que la verdad natural es como las conclusiones de una Pseudociencia: se pueden conocer sin alcanzar su intrínseca evidencia. De repente se siente la certeza de la unidad de toda existencia pues <<sólo a través de la vida el hombre cuya <<vida es la realidad radical>> en que está inmerso puede participar, y ver a un tiempo, la realidad; sentirla y verla una, viviente>>[xxxix]. El concepto de la muerte se resuelve. La noción de disolu­ción nos identifica. Es la negativa a la separa­ción; es la ilusión de la percepción; es la esencia de la existen­cia: es la realidad que <<Adviene cuando el pensamiento ha hecho el vacío en torno; cuando la conciencia no ha ido sustituyendo al alma: Cuando las cosas que tenemos por[xl] reales han ido entregando su imagen y su concepto; cuando el hombre se permite la ilusión de haber vencido la resis­tencia que toda realidad opone: Y entonces, cuando el pensamiento  ha cumplido su acción -un horizonte y unas cosas inteligibles, convertidas en concep­tos-, se hace este vacío. El hombre está solo.
     
    Está solo porque la realidad ha dejado de estar animada, ha cesado su conversación y su lucha con ella, ha cesado también hasta de preguntarlas. Las respuestas se han instala­do en su mente y pretende vivir de ellas. Y al vivir de nocio­nes de respuestas e ideas claras, la resis­tencia (según Ortega y Gasset, el carácter último de lo real es la resis­tencia) que es la marca de la realidad no se siente ya situada en ella; es decir, en la realidad de las cosas donde fue apresada. Se ha verifica­do un retroceso y el hombre ha vuelto a una situación análoga a aquella en que todavía no había cosas; mas ahora en modo distinto porque si no hay cosas es porque han sido sustituidas por sus conceptos[xli].
     
    Es la frenética actividad del perverso veneno del proceso mental que se manifiesta en una continua compara­ción con otros, con <<el otro>>, con <<lo otro>>[xlii], con el semejan­te, posibilitada a través de la envidia y también, por qué no, de la piedad, mediatizada siempre por el amor; articulada en razón de su propia esencia. Actividad que termina por desvanecerse dando lugar al significado real de las palabras de todos los grandes pensadores de la humanidad desde tiempo inmemorial. Es la síntesis de toda esa frenética actividad repetida en muchas épocas distintas y en muchas formas diferentes. Síntesis cuyo fin último no persigue sino la aprehensión de la comprehe­nsión. Comprehensión que queda determi­nada por la belleza de la sabiduría que reside precisamente en mantenerse libre del delirio después de haber alcanzado <<la>> verdad. Donde uno ya no ve nada distinto; donde uno ya no ve nada más; no escucha nada más; no conoce nada más. Es el silencio, la soledad, porque el paraíso es esencialmente quietud: <<Así la naturaleza se aparece a quienes la miran como el paraíso, como la quietud perfecta; el lugar donde el hombre hallaría el absoluto apaciguamien­to>>[xliii].

     Sólo sé que no sé nada, dirá Sócrates, porque ha encontrado el paraíso, porque ya <<se conoce a sí mismo>>, y ese sí-mismo es el infinito, pues ya no habla de <<tú y yo>>; ya no está confundido. Ha renunciado a su conexión con el mundo objeti­vo, con el delirio que ese mundo objetivo genera: el delirio de la apariencia [del mundo perceptual], que lleva a pensar que ese mundo es real, o es lo único real, sintién­dose constreñido por suponer que la idea de individualidad también es real; es el delirio de una supuesta diversidad de ámbitos que nos inducen a creer que la vida, nuestra vida, es un ser finito; o de lo contrario, intentar superar esa múltiple diversi­dad que presupone conceptos tales como <<el que ve, el acto de ver y lo visto>>; el conocedor, lo conocido y la acción de conocer; donde la realidad permanece siempre tal cual es; donde sólo hay ignorancia a causa del velo de la ilusión, que no es otra cosa que la percepción; es ese mirar hacia afuera, hacia el exterior, lo que nos induce al error. Ni el conocimiento ni la ignorancia son reales; lo que está detrás de ellos y detrás de todos los pares de opuestos, conocidos o susceptibles de conocer, es la Reali­dad. No es luz ni obscuridad, sino algo que está más allá de ambos, aunque a veces hablamos de la realidad como luz y de la ignorancia como sombra, aunque ya no haya lugar para tales nocio­nes.

     Es la lucha del hombre por percibir esta misma y única esencia de sus enseñanzas, determinada en ocasiones por la estrecha interpretación de las palabras y así poder adecuarla a nuestra propia conveniencia para evitarnos todo esfuerzo. Es un juego entre la luz de lo que creemos real y las sombras que cubren toda ignorancia. Constitución o consecu­ción temporal de una presunta o posible <<esencia determinan­te e irreductible de lo divino>>; que no se mezcla, que no se extrapola, que no se pierde, que no huye, sino que subyace a toda época, a toda cultura, a cualquier tendencia. Una <<divinidad>> que no se confunde con la religión ni con la creencia en Dios o en los dioses como tales..., porque lo propio, tanto de Uno como de los otros, estaría en otro sitio: no sólo en el anhelo de una esperanza o en el porve­nir de una promesa, que es pasión y que es pecado, y luego, deseo de reden­ción..., sino en la anticipación de tal esperanza, en el estar-abierto-al-porvenir. Y, coherente­mente con ello, en el compromiso constituyente con la historicidad, que obliga por lo que se sabe, por lo que se supo y por lo que se sabrá; para intentar descubrir lo que todavía no se debería haber olvidado: descubrir el lugar del principio según la naturale­za o la historia, allí donde las cosas comienzan objetivamen­te a ser, y el lugar también del principio según la costum­bre, allí desde donde se da el orden y, por lo tanto, sobre mucho más: el cambio de todos los pronombres personales en el nombre propio; el del nombre propio en reflexivo.

      En definitiva, El Hombre y lo Divino es la sutil imbricación de la filosofía y de la litera­tura en un intento de acotar la realidad desde el ser propio a la divinidad a través de la razón, a veces ilustrada, otras filosó­fica, selectiva, descriptiva, infor­mal, recursiva e histórica. Aceptando formas de conocimiento que en ocasiones son ajenas e incluso tradicionalmente hostiles, como el sueño, la esperanza y la desesperanza, el amor, la intuición, la envidia y el sacrificio, la piedad y la impiedad..., en último término, la historia, para desembo­car en la vigilia del misterio y en la inevitable consecución del delirio existen­cial: arcano, hermetismo, contradicción, concien­cia...; religión sin dogmas ni rituales.
      
     Podríamos decir que la filosofía de Zambrano es una filosofía que reclama un saber que sea <<cauce de vida>> y, en definitiva, entiende, creo yo,  que pensar, que filosofar, es descifrar lo que se siente y, también, lo que no se siente[xliv]. De este modo, el estudio del hombre, de la historia del hombre, y su búsqueda de la transparencia [del sentido] a través del desvelamiento de la experiencia originaria, deviene el camino que conduce al análisis del ser. Un análisis propiciado por la razón cotidiana, subsumido por la razón mediadora, contemplado por la razón poética y que se traduce en un saber casi iniciático, como si el alma del mundo tuviera un cuerpo en el universo; como si el alma del hombre tuviera un cuerpo en el mundo; como si el alma del filósofo tuviera un cuerpo en la historia.
     
     Una razón poética, a la par que insólitamente práctica, que enlaza con el sentir originario, transformando lo sagrado en divino (o quizá su intención no sea precisamente esa, sino justamente lo contrario), lo divino en humano y lo humano en lo cotidia­no, todo ello mediante el amor. Acercando la palabra y el pensamiento no sólo a la vida, con exclusión de todo dogmatismo (cosa que hay que agrade­cer), sino a la experien­cia de su propia realidad, o de la reali­dad tal cual es percibida, desde , desde la solitaria condición de la existencia, de toda existencia, de la mía y de la tuya, en el intento, no vano, de encontrar una respues­ta simple a lo que es. Entre las movedizas barreras que separan las zonas del tiempo. Es el deseo de reconcilia­ción intelectual de todas las enseñan­zas del pasado por medio del juicio y la compara­ción; la crítica de los distin­tos sistemas filosóficos y de sus metas particula­res, dadas en diferentes tiempos y culturas diferentes. Es una síntesis definida de todo saber conocido acerca de los dioses; de todas las afecciones padecidas por causa de ellos, pero ¿qué es lo que tenemos que saber si el proceso de adquisición de conocimiento nunca halla su cumplimiento? No hay, ni puede haber esperanza alguna de adquirir un conocimiento objetivo acerca de los dioses, de la realidad y, por tanto, de la existencia, y no puede haber fin a tal empeño. La meta cuanto más se aproxima más se aleja, y nadie consigue ver su fin. Todas las filoso­fías, todos los sistemas filosóficos pueden conducir a los hombres hasta cierto punto, siempre el mismo: a la concepción emocional-mental de Dios, de los dioses y de lo divino. Todas ellas, aunque diferentes en sus ulteriores consecuencias, comparten una característica común, a saber, son elaboracio­nes sistemáticas, discursivas, productos de la razón, que es la mente, adecuadas a un contexto histórico determinado. Se piensa entonces en los dioses como resi­diendo en algún lugar de los cielos, o como la causa primigenia o comienzo de todas las cosas. El movimiento primario que crea el universo, o conforme a alguna otra concepción mental clara y cómoda, pero parece ser que ninguna de estas especulaciones nos acercan a la realidad.
     
     Y el problema con el que nos enfrentamos en todo momento es que queremos conocer el pasado, lo que fuimos, y lo que seremos en el futuro, mas del pasado no es que sepamos gran cosa, y del futuro, ciertamente, no sabemos nada. Pero sabemos lo que existe en este momento. Ayer y mañana sólo son algo que hacen referencia a hoy. Ayer se llamó hoy en su momento y mañana se llamará hoy cuando llegue su tiempo. El hoy está presente. Lo que está siempre presente es la existencia <<pura>>. No hay pasado ni futuro. Todo es un malentendido básico y trágico, anecdóticamente trágico. ¿Qué es lo que tenemos que saber? ¿Acaso el pasado no es una ilusa actividad de la imaginación transitoria? El pasado nunca puede volver, ni repetir su significado para quienes fueron una vez sus actores. Es por esto, por lo que los hombres están expuestos a incrementar tanto la amargura y el sufri­miento de sus vidas. Siempre están mascando las experiencias pasadas, que ya no existen, perdiendo así el significado de ahora. Viven en el pasado en vez de zambullirse en el presente y vivirlo plenamente. Proyectan el porvenir sin saber realmente lo que va a suceder. ¿Por qué no se intenta descubrir la naturaleza real de la existencia siempre presente?[xlv] Si no entende­mos el presente ¿por qué y para qué vamos a preocuparnos del futuro? ¿Por qué el hombre busca una realidad superior? ¿No será acaso que la volubili­dad de nuestra mente no es digna de confianza? ¿Con qué norma se mide la realidad? ¿Sólo es real aquello que existe por sí mismo, que por sí mismo se revela y que es eterno e inmuta­ble? ¿Existe el mundo por sí mismo? ¿Se lo ha visto jamás sin ayuda de la mente? ¿Existe creador sin creación?

     Parece ser que la práctica de la historia de la filoso­fía y también, por qué no, de la vida diaria, consiste en una percepción creciente de que las formas no son reales y de que sólo aquello que no tiene forma tiene realidad. Hay algo que está presente en todas las formas, pero no se identifica con ellas. Es como ver ese algo en todas partes, un algo único y múltiple, lo que no tiene forma en las formas.







A MODO DE CONCLUSIÓN:

      A Zambrano se la puede perdonar casi todo. Esa manera tan exquisita de decir las cosas; que salte de Parménides a Hegel, de la metafísica de Aristóteles a la ciencia caldea pasando por la envidia de los dioses[xlvii]; no, no importa nada, porque lo de Zambrano son muchas cosas a la vez; es historia, poesía y sentimiento; es lo <<otro>> que no es contrario a la realidad porque es la reali­dad[xvliii] misma. Es una mezcla de mitolo­gía, religión y dogmas; metafísica sin esperanza y sin fe; metafísica pura y dura, en el estilo más clásico de la acepción; metafísica que es pasión, su pasión; es historio­gra­fía y filosofía. Todo ello interre­lacionado y magistral­mente disfrazado de una liviana metonimia[xlix] existen­cial, desespe­radamente significativa, desembocando en una conflic­tiva endogamia conceptual. Es dolor, búsqueda, impresionismo, esperanza, siempre la esperanza, necesidad, expresión, virtudes y pecados, siempre capitales. Desentra­ñamien­to de misterios ocultos y vueltos a ocultarse en el orden cosmoló­gico, que también es el orden fenoménico, ¿cómo sino podría ser? También es raciocinio, argumentos, crea­ción, voluntad, desarrollo, reconstrucción, observación meticulosa, exalta­ción, glorificación, desorden, anarquía, articulación. Mirar atentamen­te, escrutar detenida­mente los datos ya examinados. Desdo­blarlos, repasarlos una y otra vez, desdibu­jarlos, desmontarlos, expresar­los y detenerse para comprobar los resulta­dos: nada nuevo, o casi nada, pero sigue buscando.
     
     La obra entera me parece escasa, y a la vez rigurosa y completa. Es una obra realmente importante. No hay en ella ninguna caída, todo es escueto, nuclear, como si fuera una riquísima y universal veta filosófica, donde el conocimiento, despejado de toda la poesía que lo envuelve, se nos presenta como una puerta abierta hacia la angustia, fértil y generosa, disfra­zada de esperanza, de lo trascendental; perfilando su más íntimo retrato. Configu­rando su sentido de la historia, de la vida y de la filosofía. Vibraciones poéticas y narrati­vas, que universalizan todo su contenido y la hacen vencer al tiempo.
      
   Poesía que no es sino palabra y que se dice en la más remota esquina del corazón de Dios. Palabra que es de carne y hueso, permanente y renovada. Palabra que no es sino un sonido significante y maduro, una realidad y jamás una intuición.



NOTAS:


[i]Zambrano, María: El Hombre y lo Divino. Ediciones Siruela, Madrid, 1991, pág., 167.
[ii]La verdad es que todo lo que vemos está en continuo cambio y no deja de cambiar. La cuestión que nos surge (evidentemente no sólo me surge a mí, sino a todo aquel que tiene ciertas inquietudes acerca de su  propia realidad), es la de que debe haber algo invariable que sirva de base y fundamento a todo lo que vemos. ¿Pero qué razón tenemos para suponer que la fuente de todo lo que vemos debe ser algo invariable? El yo es algo inmóvil, no es un mero pensamiento o suposición. Es un hecho del que todos somos conscientes. El yo permanece invariable en todos los estados mentales mientras las demás cosas cambian.
[iii]<<Antigua>> no por vieja sino por la forma particular de entenderla.
[iv]Ibíd., pág., 22
[v]Ibíd., pág., 42.
[vi]Ibíd., pág., 151.
[vii]Ibíd., págs., 146 y 147.
[viii]¿No será que el presente es eterno y el tiempo, pasado y futuro, carece de existencia real, siendo simplemente, o nada más y nada menos, que un mecanismo lingüístico para hacer posible la comunicación, a veces también la compren­sión? ¿debería decir comprehensión?
[ix]Tal vez Parménides tenía razón al afirmar que lo mismo es el pensar y el ser (<<la misma cosa existe para el pensar y para el ser>>), en Kirk G.S. y Raven J. E.: Los Filósofos Presocráticos. Editorial Gredos, Madrid, 1969, pág., 377.
[x]<<Pues quizá no sea necesario decir que el delirio de persecución obliga a perseguir y quien lo padece no sabe, no puede discernir si persigue o es perseguido>>. Zambrano, María: El Hombre y lo Divino. Ediciones Siruela, Madrid, 1991, pág., 31.
[xi<Sólo a través de la vida, el hombre cuya <<vida es la realidad radical>> (Ortega y Gasset) en que está inmerso puede participar, y ver a un tiempo, la realidad; sentirla y verla una, viviente>>. Ibíd., pág., 273.
[xii]Ibíd., pág., 172.
[xiii]Ibíd., pág., 283.
[xiv]<<Pues nada más hermético e inaccesible para el conocimiento humano que la realidad, igualmente humana>>. Ibíd., pág., 230.
[xv]Ibíd., pág., 185.
[xvi]<<La nada muestra su condición <<viviente>>, al cambiar de lugar, según cambia el proyecto de ser del hombre; según que el hombre pretenda ser y cómo. Es la sombra de Dios; la resistencia divina. La sombra de Dios que puede ser simple­mente sombra -su amparo- o su vacío en las tinieblas contra­rias.
     <<La nada no puede configurarse como el ser, ni articu­larse; dividirse en géneros y especies, ser contenido de una idea o de una definición. Pero aparece fija; se mueve, se modula; cambia de signo; es ambigua, movediza, circunda al ser humano o entra en él; se desliza por alguna apertura de su alma. Se parece a lo posible, a la sombra y al silencio. Nunca es la misma.
     <<No es la misma, no tiene entidad, pero es activa, sombra de la vida también. Una de sus funciones es reducir: reduce a polvo, a nada los sucesos y, sobre todo, los proyectos. Por eso es la gran amenaza para el hombre en cuanto proyecta su ser...
     <<Su acción es viviente. Diríase que es la vida sin textura, sin consistencia>>. Ibíd., pág., 168.
[xvii]Este es el ejemplo de Sócrates, que además de conocerse a sí mismo ya no sabía nada, o lo que sabía no le servía para nada.
[xviii]Ibíd., pág., 195.
[xix]Ibíd., pág., 57.
[xx]<<... porque el delirio es la fuente primera de donde mana la expresión; el delirio de quien anda asaltado de monstruos y no puede rechazarlos sin dejarlos a ellos también delirar; delirio del que sumido en soledad duda de ser un monstruo. En el delirio el sujeto no es idéntico, ni tampoco él mismo, porque en la pasión originaria que es la vida humana el yo, el tú y el él -hay también <<ello>>- no se han diferenciado, porque el hombre, el protagonista anda enajena­do, no se ha <<reconocido>> todavía>>. Ibíd., pág., 210.
[xxi]Ibíd., pág., 120.
[xxii]¿Por qué lo sagrado no encierra unidad alguna? ¿Lo divino sobrepasa el principio de contradicción o es al margen de dicho principio? Ibíd., pág., 48.
[xxiii]Ibíd., pág., 221.
[xxiv]Ibíd., pág., 151.
[xxv]<<Si el intelecto es vida en acto, actualidad pura e impasibilidad, eso otro de la vida humana es lo contrario: pasividad, padecer de otra forma, sentir el instante que gota a gota pasa, sentir inapelablemente el transcurrir que es la vida, padecer sin tregua por el hecho simple de estar vivo (¿realmente es un hecho simple?), que no puede reducir a razón. Sentir la multiplicidad, la discordancia, lo heterogé­neo aun en sí mismo -si es que hay <<mismo>> en este estrato de la vida- , sentir lo que no se dice, estar condenado al silencio>>. Ibíd., pág., 185.
[xxvi]Yo diría que es, y no simplemente sino de pleno derecho. Ibíd., pág., 169.
[xxvii]Pienso que <<toda la vida>>, es mucho tiempo, demasiado tiempo, es todo el tiempo.
[xxviii]Ibíd., pág., 169.
[xxix]Toda época es siempre activa para sus protagonistas.
[xxx]Ibíd., pág., 169.
[xxxi]Ibíd., págs., 171-172.
[xxxii]Según el Diccionario de la Lengua Española aprender quiere decir <<concebir alguna cosa por meras apariencias o con poco fundamento>>. Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española, vigésima primera edición, tomo 1, pág. 173. Editorial Espasa Calpe S.A., Madrid, 1992.
[xxxiii]<<Y la resistencia que no puede ser en modo alguno ser llamada <<ser>>, es nada. Mas es todo; es el fondo innominado que no es idea sino sentir. Sentir... por el hombre no es sólo <<espíritu>>, algo idéntico a sí mismo que no necesita apoyarse en otro... Espíritu es libertad; actualidad libre de pasividad. Y el sentir se presenta ante él recogiendo en forma infernal ese vacío hecho por su conciencia>>. Zambrano, María: El Hombre y lo Divino. Ediciones Siruela, Madrid, 1991, pág., 174.
[xxxiv]<<En realidad toda percepción del semejante es secreta, tiene lugar en algo no manifestable, en un medio que no coincide, en modo alguno, con el medio en que hemos dado en llamar físico y que corresponde a los sentidos. Tampoco con la conciencia, Es otro medio, el medio de la interioridad, donde tal percepción tiene lugar>>. Ibíd., pág., 267.
[xxxv]Se puede decir en líneas generales que el apego es la causa de todos los sufrimientos. El apego a lo que soy, a lo mío, el apego a lo que tienen los demás, que es la envidia, el apego a lo que son los demás. El apego, siempre es el apego.
[xxxvi]Ibíd., págs., 257 y ss.
[xxxvii]<<Es la sombra de lo que nos falta, que se interfiere; la sombra de la unidad que nos falta y bajo ella la sombra de todo aquello determinado que tendamos (?) a ser, sin conse­guirlo. Sombra que oscurece todas las cosas proyectando el infierno sobre la tierra, degradándola en <<materia>>..., la materia tal como es nombrada por las gentes, ¿acaso exis­te?>>. Ibíd., pág., 275.
[xxxviii]Ibíd., pág., 272.
[xxxix]Ibíd., pág., 273. El subrayado es de Ortega y Gasset en el original de María Zambrano.
[xl]Este subrayado es mío, en el original no aparece.
[xli]Ibíd., págs., 278-279.
[xlii]Lo desconocido de Dios es la forma pura en que el hombre en su soledad vive la ausencia; la forma pura de la soledad humana. Mas el hombre no vive este pura soledad sino en momentos raros, porque la soledad se da en la madurez; es el signo y la prueba de la madurez de la vida.
[xliii]Ibíd., pág., 291.
[xliv]Es decir, todo se reduce y se constriñe a la fatigosa articula­ción del conocimiento sensible.
[xlv]<<El presente es inútil>>, dirá Zambrano (El Hombre y lo Divino, ediciones Siruela, Madrid, 1991, pág., 105), pero en esta ocasión se equivoca, dado que el presente es lo único que es provechoso, en tanto en cuanto sólo el presente es.

[xlvi]<<El presente es inútil>>, dirá Zambrano (El Hombre y lo Divino, ediciones Siruela, Madrid, 1991, pág., 105), pero en esta ocasión se equivoca, dado que el presente es lo único que es provechoso, en tanto en cuanto sólo el presente es.

[xlvii]Ibíd., pág., 93.

[xlviii]Ibíd., pág., 49.

[xlix]<<Serían -ya que algo han de ser- una acción, una función, una epifanía, una novedad reiterada, un reiterado nacer>>. Ibíd., pág., 312.

BIBLIOGRAFÍA:

1.  Abellán, José Luís: Historia Crítica del Pensamiento Español, tomo VIII. Círculo de Lectores, Barcelona, 1992.
2.  Boerkhoff, H. y Winzer, F.: Historia de la Cultura Occidental. Editorial Labor, S.A., Barcelona, 1966.
3.  Ferrater Mora, José: La Filosofía Actual. Alianza Editorial, Madrid, 1970.
4.  Jürgen Moltmann: El Hombre. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1976.
5.  Kirk, G.S. y Raven, J.E: Los Filósofos Presocráticos.  Editorial Gredos, Madrid, 1969.
6.  Laing, R.D.: El Yo y los Otros. Fondo de cultura Económica, México, 1974.
7.  Ortega y Gasset, José: Obras Completas. Revista de Occidente, Madrid, 1947.
8.  Pieper, Josef: Defensa de la Filosofía. Editorial Herder, Barcelona, 1979.
9.  Valderrábano, Jesús: Entre el miedo y el amor. Ediciones Aguirre, Madrid, 1984.
10. Zambrano, María: El Hombre y lo Divino. Ediciones Siruela, Madrid, 1991.




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