martes, 15 de noviembre de 2016

Paco Simón





          <<Descubrir que el paraíso está a la vuelta de la esquina suele costar años de sudores, piruetas en el laberin­to, manoteos en la oscuridad, despistes más o menos enrique­cedores y topetazos muy varios>>[1]. Sin embargo, descubrir que el paraíso se encuentra detrás de la puerta de una exposición de pintura es, lisa y llanamente, una casualidad. Descubrir estas cosas y otras muchas parecidas en circunstancias similares, es algo que me hace reflexionar de continuo sobre la probable, en cuanto posible, manipulación de nuestro Destino por lo que vulgarmente llamamos azar, como si, de alguna forma y en determinadas ocasiones, nos dirigiese éste intencionada­mente.
          El caso es que, al margen de estas esporádicas especulaciones sobre el devenir y sus motivaciones, aquella aburrida tarde de otoño, rebosante de tedio y desánimo, llena de sudores y oscuridades metapsíquicas, de inconexos despro­pó­sitos y resueltos actos de contrición, de provocadores y provocativos despistes, de baldíos desequilibrios extramenta­les y de reiterativas y monótonas repeticiones de estructuras numéricas para sujetar como fuese la alocada, por frenética, carrera de mi mente hacia ninguna parte; aquella tarde, repito, en la que buscaba la salida o, tal vez, la entrada por algún olvidado rincón de mi mente, o de mi habitación, o de la ciudad, alguien o algo que salvase, aunque simplemente fuese de manera pasajera y superficial, aquel día lleno de despropósitos, sucedió lo inesperado.
          La verdad es que no sé ni me importa cuál fue el motivo que me impulsó a entrar allí, el hecho es que allí estaba, frente a doce pinturas, doce manifestaciones de imagen fija pero rebosantes de movimiento; de versátiles espacios, de inconfesables sugerencias. Doce pinturas que, sin engaño ni artificio, me mostraban el invierno del absurdo, y me corregían el espíritu hasta límites insospecha­dos. Doce secuencias que articulaban mi sensibilidad de forma casi diabólica pues, incomprensiblemente, estaba viendo pintura y al mismo tiempo estaba escuchando jazz sin que entre ellos mediase ningún sistema oculto, ni a la vista, de complejos mecanismos de audición.
          Sólo había un monótono murmullo que se confundía con el silencio que suscitaba las sórdidas conspiraciones de dos enamorados del arte separados por el tiempo y la distan­cia, por el olvido y el mutuo desconocimiento; por el afán de crear en busca, sin duda, de la inmortalidad o, quizá simplemente, de pequeños momentos de eternidad.
          También había luz y color, música, sexo, belle­za..., provocación, lujuria al borde de la improvisación, mujeres desnudas vendiendo su amor. Destempladas armonías motivadas por fugitivos instantes que rebosaban inspiración. Conocimiento estético de las formas; conocimiento intuitivo de la esencia del arte. Penetrantes visones poéticas de conflictos todavía por resolver.
          Me movía sin complejos entre aquellos cuadros en los que el artificio devenía sustancia, plenos de anécdotas, paradigmas y normas desdibujadas por coordenadas sutilmente anticlásicas en las que se obviaba lo trascendente en beneficio del estupor, lo inmanente en beneficio del deste­llo, y me invitaban a pasar a su interior para acariciar descaradamente sus cuerpos desnudos y brillantes; descolgar un mudo teléfono, ocultarme de la policía, recorrer las calles vacías, las cuevas y los sórdidos tugurios repletos de mediocres ídolos imaginarios. Armonía de lo estático. Desenfreno de la inspiración. exaltación de la nada. Imperdo­nables pecados del corazón. Luctuosas y fantasmagóricas orgías en busca de una necesaria conspiración.
          Paisajes urbanos. Ángulos rectos. Aristas torcidas. Cristales rotos. Encuadres descentrados. Curvilíneas perfec­tamente indefinidas, indeterminadas, inacabadas. Trazos sueltos llenos de movimiento. Insinuantes sombras al límite de la perplejidad. Pincelada tras pincelada. Estética de la superficialidad, de lo bello, de lo cruel, de lo salvaje, del tiempo sin decurso.
          Era vanguardia pura. Era Miles Davis, el intelec­tual del <<cool-jazz>>. El egocéntrico y enfermizo Miles Davis, capaz de hacer sonar su trompeta a través de las pinturas de Paco Simón. Eran aquel músico y aquel pintor que se habían dado cuenta de la necesidad de ir de la mano de los tiempos. Espectadores y partícipes de la revolución estética. De estilo insólito pero absolutamente personal.
          Estaba viendo al arrogante, despreciativo y susceptible Miles Davis al tiempo que sentía las noches furiosas de Paco Simón dando forma a su obra: Los días perdidos en busca de inspiración, las lecturas desafortunadas, las conversaciones mantenidas con no se sabe quién, los amores que no dejan huella, las formas endemoniadas de la sinrazón; los desafíos de su otro yo, los inconfesables deseos sin justificación.
          No solamente había plasmado el sentimiento y la improvisación de Miles Davis, sino también los pensamientos en los que se realizaron las irritantes caricias de su imaginación.
          Entre los dos artistas se mantenía un impetuoso diálogo, aunque tuviese la apariencia de un melancólico y vulgar monólogo de juventud extraviado entre las arrugadas sábanas de una insatisfecha ilusión.
          No había trucos ni sórdidas presunciones. Estaba sintiendo en mi corazón las salidas de tono de su peculiar timbre apagado, al par que aquel lirismo introspectivo pero punzante como las agujas de su creación.
          Miles Dewey Davis -<<La Esfinge>>, <<La Pantera>>, <<El Divino>>, <<El Ambiguo>>-, dedos lentos y timbre sobreco­gedor.
          Paco Simón, criado entre las calles y los <<graffi­tis>>, el <<pop>>, la nostalgia y el querer ser.
          Entre ellos se cruzaba un lirismo interiorizado inconscientemente y una dinámica tan ligera como la singular maestría de uno y otro.
          La música de Miles era conducida por el afilado pincel de Simón. Sorprendiéndome la facilidad con que captaba los movimientos y la atmósfera desprovista de artificio, donde los pequeños o grandes dioses del jazz se transfigura­ban, se transfiguran, para penetrar la soledad de su yo más profundo; para dar rienda suelta a esa magia tan misteriosa capaz de envolverte y que surge como de la nada cuando las notas se diluyen entre el aire que consumimos haciéndote sentir una sensación de lugar y ambiente exclusiva de la música en general y de la clase de efectos musicales en particular, en que el sonido y la música se complementan.
          Aquí, ahora, también la pintura servía para tal propósito convirtiéndose en uno de esos elementos, en que sin saber porqué, te envuelve con su corriente y te lleva a alguna, o a ninguna parte, pero te lleva, y Simón había acertado con la corriente y con el lugar adecuados para tal fin, logrando transmitir sus sentimientos al papel mediante la agilidad de sus dibujos o el particular dominio de las luces y de los colores. Al mismo tiempo parecía que se dejaba oír la trompeta de Miles Davis; aquella particular trompeta que nunca se limitaría a repetir los giros armónicos habitua­les en su infatigable búsqueda de formas expresivas más descarnadas y explosivas, desbordantes de volumen sonoro. Aquella trompeta que pasaba, sin respetar las normas preesta­blecidas, del chillido lacerante a los tonos apagados, para desembocar sin freno en el radiante paroxismo de la improvi­sación medida, de la improvisación desdibujada, de la improvisación por la improvisación.
          Contemplaba absorto y sin perplejidad cómo Simón plasmaba magistralmente el lado oscuro de la ciudad, de cualquier ciudad; ese mundo sutil y silencioso de todas las ciudades que parece anclado fuera del tiempo y donde se fermenta, de alguna manera, la cultura, la vanguardia, la creación. En nuestro caso me atrevería a decir <<La Contra­cultura>>. Desorden de los espíritus, ¿decadencia de la moral?
        
          La pincelada corta y suelta, en ocasiones cargada de pasta, en otras, frugalmente machada. Los contrastes de luces y sombras, la variedad de tonalidades y la facilidad para sugerir los diversos detalles de un admirable músico, hacían pensar en la complicidad de uno con el otro, pero yo sabía bien que nunca se habían visto, que nunca habían intercambiado su color, que nunca se había atrevido a despertar. Sin embargo, allí quedaba reflejada aquella realidad profunda, casi íntima, del pintor con su obra, situado entre el lienzo y la pasión, el deseo y la imagina­ción. Dejándose llevar por las notas que, quizá, el maestro podría estar improvisando entre los arrugados pliegues de su alma, la de Simón, y asó poder conducir a la inspiración de la mano del pintor propiciando una intempestuosa salida a los colores brillantes, pero duros. A los grises, a los blancos y a los negros complicadamente ocultos. Tonos cobre, azules y rojos entremezclados entre sí bordeando el escándalo de las asimetrías, acercándose peligrosamente al barroquismo propio de la <<pseudo-cultura post-moderna>>. Un universo estético desprendido de aquellos colores tan vivos. Estructuras pictóricas que se dilataban produciéndome efectos casi hipnóticos; delimitando una jungla de desacostumbradas interpretaciones del pasado y del futuro.
          Era Miles Davis suspendido en el alero de la fantasía de Paco Simón. Era Paco Simón manipulado por el virtuosismo desapasionado de Miles Davis. Eran recortes del alma entresacados de la virtualidad. Estética del infortunio, de lo escondido, de lo prohibido, del silencio, del exilio, de la gloria, de la revolución. No sólo eran apasionados arrebatos de juventud. Lo suyo, lo de Paco Simón, era algo más que un sueño. Era ARTE..., sin más.




    [1]Introducción al catálogo de Paco Simón sobre la exposición <<MILES DE MILES>>.



1 comentario:

  1. Yo quisiera saber de quien es la obra pictórica de la imagen de Nietzsche: La vida como obra de arte. Metáfora del Camello, el león y el niño que se explica en Asi habla Zaratustra del mismo autor el filósofo Nietzsche.
    Muchas gracias.

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